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el 11 diciembre 2025

A mis “cuarentaitantos”, lo que vendría a ser más o menos la mitad de la vida —al menos según las últimas estimaciones sobre la esperanza de vida—, me he reconectado con muchas cosas que solía hacer de niño y joven. Una de ellas es escudriñar en el origen y sentido de palabras que me llaman la atención. Me refiero a su etimología y también a la realidad que en ellas se pretende abarcar; algo que, cuando se trata de objetos y cosas, parece ser un poco más sencillo que cuando alude a lo subjetivo o a lo que roza la metafísica.

En este sentido, este escrito aborda dos vertientes de un mismo impulso: la curiosidad como actitud que me acompaña —e incluso me invade— en mis labores diarias como psicólogo, y el interés por la realidad más profunda que busca expresar la palabra “curiosidad”.

La palabra curiosidad proviene de tres vocablos latinos que guardan una profunda coherencia entre sí: cura, que significa cuidado y atención; curiosus, que designa aquel que observa con cuidado; y curiositas, que alude a la cualidad de ese cuidado atento hacia lo desconocido. Rápidamente entendemos que se trata de una actitud de atención cuidadosa hacia aquello que aún no conocemos, y que, en el sentido más puro de la palabra, excluiría cosas como hacer zapping en la televisión o hacer scroll en el móvil, porque en esos gestos automáticos parece faltar precisamente ese componente esencial de la curiosidad: la atención.

Es curioso —valga la redundancia— cómo la curiosidad está relacionada con la llamada vía de recompensa de nuestro cerebro. La investigación neurocientífica ha mostrado que, cuando sentimos curiosidad, se activa el sistema dopaminérgico, lo que incrementa la motivación para explorar y aprender. Esto facilita la atención, fortalece la memoria y favorece la creación de nuevos modelos internos para comprender la realidad. En otras palabras, la curiosidad no solo es un gesto psicológico: es también un movimiento biológico que nos impulsa a abrirnos al mundo.

No obstante, para acercarme al sentido más profundo de la curiosidad, pienso en Carl Rogers, observando con una atención casi reverencial el mundo interno de sus pacientes. Su manera de escuchar —sin interpretaciones apresuradas, sin juicios y con una presencia abierta— era una forma de curiosidad genuina: un deseo profundo de comprender al otro tal como es.

Aunque Rogers creció en un ambiente religioso y más bien rígido, su contacto temprano con la naturaleza en la granja familiar le despertó una inclinación por observar con paciencia y respeto los procesos vivos. Esa forma de mirar —más contemplativa que directiva— se convirtió con los años en un sello distintivo de su trabajo terapéutico. Su actitud, más que cualquier técnica, le permitió descubrir dimensiones humanas que no se revelan si uno no se acerca con cuidado.

Para quienes nos dedicamos a la terapia —y, en general, a cualquier relación de ayuda— la curiosidad por el mundo de quien se acerca a nosotros es una actitud fundamental. La persona que atiende en el bar, el policía, la enfermera, el obrero, la estudiante… cada uno posee una manera única de comprender y afrontar la vida, y solo cuando nos acercamos desde esa mirada curiosa puede mostrarse en todo su esplendor.

Y quizá, después de todo, la curiosidad no sea solo un rasgo del carácter, sino también una forma de amor: la decisión de mirar al otro y a uno mismo con el cuidado que permite que algo nuevo pueda aparecer. Una manera de acercarme sin juicio, con el propósito de conocer y, de algún modo, de hacer más propia la realidad que compartimos.

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