De entrada, debo decir que esta palabra no está en nuestro vocabulario cotidiano. En el diccionario RAE aparece como sinónimo de desgana o flojera, cuyo antónimo sería la diligencia. El origen de la palabra proviene del griego akedia, que designa un embotamiento en el que parece que al individuo nada le importa o atrae. En la Edad Media, esta palabra sirvió para identificar una especie de aburrimiento o de “torpe siesta” que el alma debía atravesar en su camino ascético. Tanto así, que incluso hubo intentos de incluirla como parte de los pecados capitales, donde se comprendía como una especie de tristeza profunda que apagaba la alegría propia de una vida esperanzada en el amor.
Podríamos decir que este sentimiento, que se sitúa en el espectro de la tristeza, la pereza o incluso el aburrimiento, tiene algo particular: no es solo falta de energía, sino falta de sentido. Es como si la persona, cansada de sí misma o del exterior, entrara en un adormecimiento donde nada entusiasma y todo parece repetirse. La acidia nos deja suspendidos entre el deseo y la renuncia, entre el “debería” y el “para qué”.
No puedo dejar de imaginar a un monje medieval en su celda, peleándose entre la falta de sentido de un encierro que considera estéril y el deseo del “mundo” que su propia sequedad interior reclama, pero que ha introyectado y supone, no obstante, vacío y pecaminoso.
Desde una perspectiva gestáltica, podríamos entender la acidia como una interrupción del contacto, tanto con uno mismo como con la satisfacción que el mundo puede ofrecer. Cuando esa conexión se rompe, la energía vital se detiene y se estanca, y la experiencia interior se vuelve plana; digamos que se pierde el pulso que nos mantiene con el ánimo de vivir.
Aunque hoy no abundan los monjes —especialmente en Europa—, ni tampoco los valores medievales, gracias a Dios (nunca mejor dicho), no podemos ignorar la falta de sentido que atraviesa a una sociedad en la que, a pesar de tanto movimiento, tecnología y aparente libertad, cada vez son más las personas que viven cansadas, desganadas o vacías. Entiendo que es propio de cada época atravesar crisis de esta naturaleza; aun así, no dejo de preocuparme por este panorama, tanto como persona que lo vive, como quien lo acompaña en la labor terapéutica.
Esto último me hace descansar: no estamos ajenos al devenir propio de la historia humana, y, a la vez, me impulsa a reflexionar. Es curioso que nunca hemos tenido tantas posibilidades y, sin embargo, tantas personas experimentan una sensación de embotamiento interior. La vida se llena de tareas, de urgencias y de estímulos, pero se empobrece de sentido. Tal vez la acidia de nuestro tiempo no se exprese en claustros ni en rezos, sino en la hiperconexión, el consumo o la necesidad constante de distracción. Detrás de esa sobreestimulación, quizá se esconde la misma vieja tristeza: la de quien no logra encontrarse a sí mismo ni disfrutar de lo que le rodea.
A pesar del panorama, no me quedo apesadumbrado; me quedo con la siempre esperanzadora certeza de que, en cada generación, surge —fruto del esfuerzo común— una experiencia que nos conduce, de algún modo, hacia la autorregulación como especie. Tal vez esa sea también una forma de sanación colectiva: volver, una y otra vez, a reconectar con lo esencial, con el cuerpo, con la presencia y con la vida que nos habita.
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