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el 9 septiembre 2016

La escena se desarrolla en un decorado veraniego: es el mes de agosto y nos encontramos en el restaurante de un hotel de playa. Es el momento del desayuno y vemos las mesas preparadas, la mayoría de las cuales ya tienen a los comensales sentados: una pareja de no más de veinte años, que se mira con esa candidez de quien viaja por primera vez sin sus padres; un grupo de amigos que ríe y hace bromas, con los ojos aún hinchados por el sueño;  un hombre solo que desayuna mirando su móvil y poniéndose al día con los grupos de whatsapp. Pero, lo que más abunda, son familias con niños pequeños, el padre, la madre y una media de dos niños, el mayor de los cuales no supera los cuatro años. Familias y niños que hacen que haya algo más de ruido en el comedor.

Pero, un momento, no son los niños los que están haciendo ruido, están todos callados y como absortos. Los padres hablan entre ellos o, sencillamente, miran la piscina por la ventana del restaurante para ver si hay alguna hamaca libre en la que poder instalarse en cuanto acaben de desayunar. ¿De dónde viene ese ruido, entonces? 

Me voy fijando a medida que voy buscando mi propia mesa y veo como un infante, que no llega al año, abre la boca mientras la madre le va dando una espesura de leche con cereales. La madre mira alternativamente la boca de su hijo y el bol que contiene la espesura. El padre unta sus tostadas con mantequilla. Y el niño… el niño ni parpadea de tan atento como está a la pantalla de un teléfono móvil que han apoyado en dos tazas. Desde allí, salen las vocecitas de algunos perros que hablan y una sintonía que la madre acompaña rítmicamente con la cabeza, acerca de una patrulla canina. Miro hacia el otro lado y ¿adivináis qué es lo que observo? Pues efectivamente, a otro niño sentado  en una trona porque no llegaría con una silla hasta la mesa, con otro dispositivo móvil. Esta vez no es un teléfono móvil, esta familia ha decidido que su pequeño tenga entre sus manos una tablet mientras el padre (menos mal que no siempre son las madres) se encarga de acercarle un vaso con una pajita de lo que parece leche con Cola Cao, sorteando las manitas del niño que juega con Peppa Pig en la pantalla.

Encuentro una mesa libre. Tomo asiendo y me digo a mi misma que habrá sido una casualidad encontrarme con estas dos situaciones en menos de tres metros. En un ataque de osadía, me lanzo a mirar el resto del comedor, a ver qué me encuentro. Empiezo el recuento: una, dos, tres, cuatro y hasta cinco familias más con escenas muy similares. No sé si me asombra más que los padres hagan desconectar a niños tan pequeños de su entorno real (un desayuno familiar estando de vacaciones, donde se supone que no hay prisa, hay tiempo y posibilidad de hacerlo todos juntos), que les embutan la comida de esa manera y, con ello, que los pequeños no tengan ningún tipo de conciencia de lo que están haciendo y de la relación que están estableciendo con la comida y la alimentación, o que haya tantas familias que estén utilizando el mismo “método” para “alimentar” a sus hijos y lo acaben viendo con normalidad, puesto que nadie en el comedor parece reparar en ello.

Luego, cuando van creciendo, nos planteamos el control parental de esos mismos dispositivos móviles para evitar que accedan a contenidos inadecuados. Quizá sería oportuno comenzar por algo más sencillo: que la familia y la comunicación sea prioritaria. Dispositivos móviles sí, por supuesto, aunque valorando si realmente son necesarios en determinadas situaciones. Que sumen, pero que no resten presencia a los padres.  

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