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el 14 febrero 2024

Desde hace unos meses, al abrir el grifo de mi cocina se escucha un sonido bastante desagradable. Empezó a ocurrir también al abrir el de la ducha, al poner la lavadora… y descubrí que era porque todos conectaban con el grifo del lavabo, que sonaba así al utilizar cualquier otro. Bien, era hora de llamar a un fontanero/a. ¡Pero…! Descubrí que, si apretaba un poco el grifo del lavabo con la mano, el ruido cesaba. Esa fue mi primera estrategia de adaptación a la situación. Semanas después seguía con la intención de llamar para arreglarlo, pero me descubría yendo a apretar el grifo y, como la mayoría de las veces paraba, seguía con mi vida. Lo más molesto era al fregar los platos. De estar cerrando y abriendo el grifo el sonido volvía a aparecer una y otra vez. Pero entonces descubrí que, si abría más lentamente y con menos potencia el grifo, muchas veces no se disparaba el sonido del baño. Esta segunda estrategia de adaptación me mantuvo sin hacer la llamada un tiempo más. La tercera estrategia es probablemente la más ridícula, aquí viene. Vinieron mis padres de visita y, al usarlo todo a la vez, el sonido alcanzó un nuevo nivel de molestia. Era tan irritante que, de broma, me puse a cantar por encima la misma nota. «¡SOOOOOOOOOOL!» Al unirme a él, de pronto el sonido ya no me resultaba irritante (imagino que mis padres no opinarían igual). Ellos se sorprendían de que pudiera vivir así, pero ¡yo estaba adaptada! Ha seguido pasando el tiempo y juro que a veces creo no oírlo ya, he cerrado los oídos (otro mecanismo más).

Si ahorrarme el esfuerzo de llamar a un profesional me ha llevado a desarrollar tantas estrategias, imagina todo lo que somos capaces de hacer para manejarnos en situaciones difíciles. Uno puede aprender a desconectarse de su miedo cuando hay violencia constante, a dejar de escuchar al otro cuando lo que recibe le cuestiona demasiado, a ignorar sus verdaderos deseos para encajar en un grupo… Somos expertos en encontrar maneras creativas (por muy inútiles, pesadas o extrañas que puedan parecernos) de lidiar con lo desagradable. Cuando esas estrategias son inconscientes las llamamos mecanismos de defensa. Se ponen en marcha (y menos mal) para manejarnos en una situación concreta (p.ej.: con un entorno invalidante, o un estrés demasiado agudo, un tema muy doloroso…) y a menudo siguen funcionando cuando ya no los necesito. Como si me cambio de piso y, sin pensarlo, sigo abriendo muy flojito el grifo de la cocina.

Esto nos ocurre en la vida: vamos con los oídos cerrados, o sin ver lo que necesita el otro, o desconectándonos de la tristeza con sobreestimulación, o evitando parar un momento, o montándonos en un delirio, o tratando de controlarlo todo, o persiguiendo a quien no me va a poder dar, o con la desconfianza por bandera, o creyéndonos desvalidos, o negándonos el miedo… porque así aprendimos a hacer en un momento en que esto fue de gran ayuda. Es posible que a día de hoy algunos de nuestros mecanismos nos obstaculizan más que auxilian. Nos limitan experimentar plenamente, hacernos responsables de nuestra vida, relacionarnos con los demás, etc. Es aquí donde entra la terapia: no para cargarnos los mecanismos (que para algo están). Más bien para poder hacerlos conscientes y actualizarnos en el ahora: ¿para qué hago esto? ¿Esta situación que aprendí a manejar de esta forma, sigue siendo así ahora? ¿Sigo necesitando hacer esto? ¿Hay otras maneras de darme lo que necesito?

Fíjate que sólo al escribir todo esto, al hacerlo más consciente, ya siento más ganas de llamar…

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