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el 21 abril 2024

Dice la psicología dinámica que la función paterna (generalmente realizada por el padre) tiene por objeto romper la simbiosis que el bebé ha establecido en la función materna (generalmente realizada por la madre). Más allá de quién represente estas funciones, la materna supone una relación íntima y única entre dos personas (como una línea recta entre dos puntos), y la paterna implica la aparición de un tercero, con todo lo que esto supone, a saber, que ya no están solos el bebé y la madre, ni el bebé y el padre, ni los padres entre sí. En la vida de un bebé la fase simbiótica empieza con la sonrisa social, cuando el niño sonríe por primera vez a la madre porque repara en ella (sobre los 2 meses), y termina con el miedo a los extraños (sobre los 8 meses). ¿Qué implica el miedo a los extraños? Que el bebé empieza a ver más allá de la madre. Tiene miedo de los otros porque empieza a verlos. Este proceso es fundamental, puesto que, si el bebé quedara atrapado en la simbiosis sin ir más allá, más que vivir en el mundo viviría en su mundo, como ocurre en las psicosis. Así, la aparición de los otros aporta una serie de pros, pero también tiene sus contras. Si nunca trianguláramos las relaciones, viviríamos en simbiosis y dependencia permanente. Si siempre las trianguláramos, perderíamos intimidad. Una persona debe poder manejarse de todas las posibles maneras: estar consigo misma (círculo), en una relación entre dos (recta), y en relaciones de tres o más (triángulo).

Observo en la omnipresencia de los teléfonos móviles que nos estamos yendo tanto al triángulo que estamos perdiendo la riqueza del círculo y de la línea recta. Empieza a faltar espacio para una vida interior, e intimidad para una buena relación entre dos. La representación de la línea recta en personas sanas es la intimidad de poder estar con una amiga, de un padre con su hijo o hija, de un nieto con su abuelo, de una persona con su pareja, etc. Es sabido en psicología social que tan solo tres personas ya producen muchos efectos similares al de un grupo, es decir, “tres son multitud”. No sé en cuántas series o películas, además de en mi vida real, he visto escenas bruscamente cortadas porque entraba un tercero en la escena sin cortapisas: el móvil (y toda la gente que entra a través de él). Es paradójico que recelemos tanto de nuestra intimidad que ya no se nos pueda llamar al telefonillo sin avisar antes por el móvil, y últimamente que ya no se nos pueda llamar al móvil sin avisar antes con un mensaje (de móvil). Pero, ¿para qué queremos esa intimidad? ¿Para hipnotizarnos pasando en dedo sin rumbo por las redes sociales? El móvil entra en las conversaciones y hasta en la alcoba como por una autopista sin barreras. No es que esto esté mal per se, pero no estaría de más preguntarnos qué permiso le damos a nuestro teléfono para que entre en las diferentes situaciones de nuestras vidas, dejándonos sin mundo interno y sin relaciones de dos.

Estamos transitando décadas narcisistas. Sólo hay que ver a todos posando en redes sociales, a la avidez por mejorar la imagen física y el éxito personal, y a toda la presión y autoexplotación que esto supone. Son tiempos duros. Más de lo que parece. Tiempos de una autocrítica feroz como síntoma de una idealización ingenua de la imagen, el trabajo, el éxito, la pareja, los amigos, la familia y todo lo que se nos ponga por delante. Como queramos transitar este barrizal sin intimidad con nosotros mismos y en nuestras relaciones de dos, permitiendo que el móvil entre en cualquier momento y cambie impunemente una escena personal o de dos por una escena grupal, diré, aunque peque de dramático, porque ya está ocurriendo y me estomaga, que nos iremos convirtiendo en seres huecos, en máscaras sin alma, en personajes sin personas, en retos sin sentido, en cantidades sin calidades, en sombras sin cuerpos y, en suma, en formas sin fondo.

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