Hace unos días estuve en un concierto y durante las dos horas y media que duró la actuación, no existía para mí nada más que lo que estaba viviendo allí. Cantando, bailando, gritando, saltando, aplaudiendo, algún amago de llanto… mi cuerpo estaba completamente entregado a vivir algo que había deseado durante mucho tiempo.
Complicidad con personas que tenía a mi alrededor y que no conocía absolutamente de nada, mirándonos, cantando a la vez, sonriendo, silbando y que confieso que, a día de hoy, no recuerdo bien sus caras.
El resto del mundo fuera de aquel recinto se había detenido.
Me resulta muy curiosa esa capacidad de abstraernos que podemos llegar a experimentar.
Aunque lo cierto es que la peculiaridad era que, por momentos, era como si me desconectara completamente de allí, como si observara desde fuera lo que estaba viviendo. Entiendo que está relacionado con no acabar de creerme que, por fin, podía estar viendo y escuchando en vivo y en directo a ese artista que me gusta desde mi adolescencia.
Me “marchaba” de allí en algunos instantes al resultarme tan increíble lo que estaba viviendo y me decía a mí misma que sí, que estaba en el concierto, que mi aquí y mi ahora era ese y me volvía a conectar rápidamente.
He escuchado sus canciones durante tantos años que, al oírlas en directo por primera vez, había al mismo tiempo felicidad e incredulidad.
Y a día de hoy, sigo sintiendo esa dualidad: recuerdo esa noche en la que pude verlo a menos de veinte metros de distancia en el escenario, escuchar su voz de verdad y vuelvo a disfrutar y llenarme de felicidad y, al mismo tiempo, me cuesta creer que eso haya ocurrido.
Mi cuerpo disfrutando y mi mente poniendo frenos.
Me he quedado con ganas de más.
Comentarios
Deja un comentario