Grises, marrones, beiges, verdes oscuros. Una niebla que navega por los valles junto a mí. Un calor de calefacción de coche. Unas ventanillas frías y empañadas. Estoy llegando.
La alta montaña siempre ofrece una verticalidad que impone, unas alturas que generan vértigo aún desde abajo, una grandiosidad que te hace muy pequeño.
Todo aquí es más lento, más despacio. Te ofrece también una perspectiva donde ella es la que manda, y tú ya responderás a sus vicisitudes.
Ahora mismo, 7 de febrero, cae una gran nevada que impide el acceso sin cadenas. Se pone en juego la previsión, la incertidumbre, el miedo, la adrenalina cuando una rueda patina y por momentos el coche queda parado.
Parado en medio de un valle. Ahora con móviles la grúa estaría avisada inmediatamente. No puedo no pensar en hace décadas qué habría sido de mí. Se pone en juego mi vergüenza por no haber sido suficientemente precavido, ¿o soy un valiente por querer llegar a mi destino? En esas, el coche coge tracción y sigo hacia delante.
El sonido de la nevada es especial. Es un silencio frío, donde la luz de una ventana y el olor del humo de las chimeneas te ofrecen ese calor visual. Los copos, cuando son frondosos, son tiernos, suaves, y a la vez son los mismos que casi te dejan tirado en una curva. Y son los mismos que mañana me esperarán allí arriba con los esquís puestos.
En el primer telesilla las emociones son varias, entre la adrenalina y la pereza. De nuevo, la nieve golpeando en lo único que llevo destapado, la punta de la nariz, mientras las gafas se empañan y el viento se inmiscuye por mi cazadora. Sólo, en silencio, con frío. Y con esa imagen me transporto a mi pasado. Una niñez, una adolescencia en la nieve. Unas amistades que ya no están, aunque las guardo en el corazón.
Recuerdo en las mismas pistas grandes hazañas, una lucha entre la montaña, la pendiente, la nieve y tus esquís. La que ahora mismo se está dando. Tú solo con tus sensaciones al lograr dar un giro, evitar caerte, que las piernas te tiemblen de cansancio y, a la vez, ver que te queda mucho, y quieres más. Sigues avanzando, rebozado de blanca nieve y te vas sintiendo ganador. Ganador de tu propia guerra. Tú contra ti mismo. Pero qué bien sabe, y a la vez qué victoria tan solitaria. Nadie se ha enterado de tu odisea.
Los largos viajes en coche con mi padre a la nieve con sus largas charlas me moldearon una vocación a dos aguas entre la psicología y las organizaciones. Me ofrecieron una biblioteca musical poco propia para un niño que ahora mi Spotify bendice. Me ofrecieron estos paisajes rurales atravesando Aragón de cabo a rabo. Tardes de Carrusel Deportivo volviendo a casa. Todo me moldeó.
Aunque lo perdí.
Y tuve que volver sólo, y a mi manera.
Aquello que me hizo muy feliz en las montañas, también me recordaba cuando me sentí el más desgraciado en el mismo paisaje, en el mismo decorado. Vaya combinación de sensaciones que forman parte de mi mochila cada vez que vuelvo. Ahora, con el tiempo, el trauma cicatrizó y puedo venir más en paz. Para recuperar mi vida en la nieve, que nunca dejé pero que necesitó de un proceso de transición.
Para ahora hacerlo a mi manera. Para transmitir el legado a mis hijas.
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