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el 31 mayo 2019

¿Por qué considero que la envidia y los celos son un tema clave en la relación entre hermanos? No podemos decir que ambos sentimientos sean patrimonio de los hermanos, ni siquiera de las relaciones «de igual a igual», pero sí son frecuentes en las relaciones fraternales. Y aunque se pueda envidiar a o experimentar celos de una figura de autoridad, la rivalidad tiene una dimensión propia y natural entre iguales, ya sean éstos hermanos, amigos, compañeros, colegas o hasta parejas.

Me basaré en un enfoque marcadamente psicoanalítico y, en concreto, kleiniano, intentando dimensionarlo a un nivel más práctico, como es propio de la terapia gestalt. Me apoyaré fundamentalmente en la obra de Melanie Klein Envidia y gratitud (1957).

Freud, al definir la fase oral del desarrollo psicosexual, señala su aspecto caníbal, en tanto está en juego el «comer y ser comido». Estamos en los cimientos de la introyección. En Tótem y tabú (1912-1913), refiriéndose a los «pueblos primitivos», señala: «Al ingerir las partes del cuerpo de una persona en el acto de devorarla, uno se apropia también de las cualidades que le habían pertenecido».

Así pues, la introyección implica amor y agresividad, unión y destrucción, como bien sabemos por Perls. Abraham diferenció dos subfases orales: la de succión (o succión preambivalente, de cero a seis meses) y la sádica (o sádico-oral, oral-caníbal o de mordedura ambivalente, de seis a veinticuatro meses) a partir de la aparición de los dientes y, con ellos, de fantasías de morder y devorar (a la madre).

Las fijaciones características de la primera subfase (succión) se relacionan con comer, besar, beber o fumar; es decir, buscan el placer oral de la incorporación, el placer receptivo. Por el contrario, las fijaciones sádico-orales se asocian a devorar y destruir aquello que se ama y necesita. Tengamos en cuenta que la motivación del bebé no es necesariamente hostil sino también exploratoria.

Melanie Klein considera la envidia un sentimiento primario e inconsciente de avidez que el bebé dirige al pecho materno que lo alimenta. Así pues, la envidia ataca al objeto «bueno» y, de este modo, lo convierte en objeto «malo». Si Freud entendió la envidia como «envidia del pene», Klein amplía el concepto abarcando el odio y la destrucción como algo más primario. El opuesto de la envidia sería la gratitud, pero ésta no frena la invasión de la envidia:

En el contexto del material analítico pueden reconstruirse, a través de la elaboración de situaciones anteriores, los sentimientos que el paciente tenía hacia el pecho de la madre cuando era lactante. Por ejemplo, el bebé puede quejarse porque la leche fluye demasiado rápida o demasiado lenta; o porque el pecho no le fue dado cuando más intensamente lo deseaba y es por ello que cuando le es ofrecido ya no lo quiere. Se aleja de aquél y en cambio se chupa el dedo. Cuando acepta el pecho puede no tomar lo suficiente, o ser perturbada la alimentación. Algunos niños tienen, evidentemente, grandes dificultades para superar tales motivos de disgusto. Otros, en cambio, los superan rápidamente a pesar de estar estos sentimientos basados en frustraciones reales; el pecho es aceptado y la mamada disfrutada por completo.

Klein señala las raíces orales de la envidia, la cual dificulta la capacidad para la gratitud y la felicidad posteriores en la vida. Como ella misma dice: «He llegado a la conclusión de que la envidia, al atacar la más temprana de las relaciones —aquella que tenemos con la madre— es uno de los factores más poderosos de socavamiento, desde su raíz, de los sentimientos de amor y gratitud».

Etimológicamente, ‘envidia’ procede del latín invidere, compuesto de in, que significa ‘ir hacia’, generalmente ‘ir hacia adentro’, y videre, ‘mirar’. Este ‘mirar hacia dentro’ o ‘meter la mirada dentro’ ya tenía en la época latina una acepción de ‘hostilidad’, como es el caso del «mal de ojo», es decir, una profunda mirada que te destruye. En este sentido, la envidia genera culpa y desconfianza: culpa por dañar el objeto que te alimenta, y desconfianza futura en el amor recibido de los otros y en la propia capacidad de amar.

Volviendo a M. Klein:

Existen razones psicológicas muy apropiadas que explican por qué la envidia se halla entre los siete «pecados mortales». Yo sugerí asimismo que inconscientemente es percibida como el mayor pecado de todos porque ataca y daña al objeto bueno, que es fuente de vida. Este punto de vista es coincidente con el descrito por Chaucer en The Parson's Tale [El relato del párroco]: «Es cierto que la envidia es el peor pecado que existe, pues todos los demás pecados lo son solo contra una virtud, en tanto que la envidia es un pecado contra toda virtud y toda bondad». El sentimiento de haber dañado y destruido el objeto primario menoscaba la confianza del individuo en la sinceridad de sus relaciones posteriores y le hace dudar de su propia capacidad para amar y ser bondadoso.

Respecto a la insaciabilidad que genera la envidia, escribió: «Podría decirse que la persona muy envidiosa es insaciable. Nunca puede quedar satisfecha, porque su envidia proviene de su interior y por eso siempre encuentra un objeto en quien centrarse. También esto indica la estrecha conexión entre los celos, la voracidad y la envidia».

Si comparamos envidia y celos, observamos que la envidia implica una relación entre dos, mientras que los celos implican un triángulo. Klein define la envidia como «el sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseable, siendo el impulso envidioso el de quitárselo o dañarlo». Y añade:

Los celos están basados sobre la envidia […] y conciernen principalmente al amor que el sujeto siente que le es debido y le ha sido quitado, o está en peligro de serlo, por su rival. En la concepción corriente de los celos, un hombre o una mujer se sienten privados por alguien de la persona amada. […] Conforme a los English Synonyms de Crabb, «los celos temen perder lo que se tiene; la envidia se duele al ver que otro tiene aquello que se quiere para uno mismo».

Y respecto a los celos, especifica «que el amor por “lo bueno” existe y que el objeto amado no está dañado y deteriorado, como lo hubiera sido por la envidia.» Es decir, el envidioso considera malo su objeto, pero el celoso no. El envidioso siente hostilidad hacia el portador de lo que desea, es decir, contra su objeto «bueno» (originariamente la madre), convirtiéndolo así en «malo». A saber: «Tú tienes lo que quiero y no me lo quieres dar». El celoso, sin embargo, sigue valorando como bueno a su objeto, y enfoca su hostilidad hacia quien teme que pueda quitárselo (un rival); es decir, se enfrentará al tercero para que no le arrebate su objeto de amor.

M. Klein menciona muy de pasada en el trabajo citado a los hermanos, cuando habla de la situación edípica:

Existe una vinculación directa entre la envidia experimentada hacia el pecho de la madre y el desarrollo de los celos. Estos están basados en la sospecha y rivalidad con el padre, que es acusado de haberle quitado a la madre y a su pecho. Esta rivalidad caracteriza los primeros estadíos del complejo de Edipo directo o invertido. […] Los celos, como sabemos, son inherentes a la situación edípica y están acompañados por el odio y los deseos de muerte. Sin embargo, normalmente el logro de nuevos objetos que pueden ser amados —el padre y los hermanos—, y otras compensaciones que el yo en desarrollo obtiene del mundo externo, mitigan hasta cierto punto los celos y los motivos de queja.

Así pues, establecida una relación con la madre (primer tiempo del Edipo), la aparición de un tercero siempre va a generar hostilidad, rivalidad y, por tanto, celos. Es la posibilidad de tener una relación amorosa con un tercero (padre primero, quizás hermanos después) la que aplacará estos celos. Y aquí emergen la mirada de la madre, que mira al padre haciéndole un sitio junto al hijo y ella, y la presencia del padre que quiera ocupar ese sitio.

Y en otros momentos estará también el espacio que los padres den a los hermanos. Si no hay otro hijo antes, y hablamos de la experiencia de un primogénito cuando le llega un hermano menor, la función de los padres sería asegurar el mantenimiento del espacio al hijo existente cuando venga su rival y haya que compartir con él el amor de los padres. Si ya hay un hijo, y hablamos de la experiencia del segundo (u otros posteriores), sería haciéndole hueco a su llegada.

Así pues, el primer «tercero» en juego, antes de los hermanos, el padre (la función paterna), el Otro, el primer rival que rompe la simbiosis confluyente del bebé con la madre y deja a todos en falta, el que pone límites y deja a todos limitados, a todos incompletos y necesitados, con deseos por realizar y necesidades por satisfacer, lo que pone en juego es una situación de celos, no de envidia.

Estos celos pueden germinar sobre un terreno de envidia o no. Es decir, en un primer momento el bebé puede sentir envidia porque aquello que quiere (lo materno) no le es dado como necesita (experiencia oral carencial) y, si lo tiene la madre (pecho «bueno»), siente hostilidad hacia ella por tenerlo y no dárselo (pecho «malo»). Pero también puede darse el caso de un bebé que no quede fijado en esta experiencia de envidia (porque se reponga bien de la inevitable frustración o porque esta sea menor).

Sobre este cimiento de envidia o de satisfacción llegará la función paterna, el tercero, y aparecerá la primera rivalidad que, según hemos visto, generará conflictos de celos en función de cómo la madre dé paso al padre y este quiera entrar. Estos conflictos serán, por naturaleza, persecutorios para el niño (el rival quiere quitarle lo que necesita y se da cuenta de la hostilidad que el niño siente).

Lo persecutorio tiene que ver con la indiferenciación del niño con el exterior, en este caso, con el padre. El niño siente hostilidad hacia él y, al sentirla, experimenta desde esta indiferenciación que el padre sabe lo que siente y que, por ello, volcará su hostilidad en él. No hablamos de otra cosa sino de proyección. El niño proyecta su hostilidad en el padre; independientemente de que la proyección pueda contener algo de verdad, como en algunos casos en que el padre siente celos reales hacia su hijo por cómo este afecta a la relación de pareja.

De forma mucho menos decisiva psicológicamente que el Edipo, no es menos cierto que el bebé fue también un tercero que llegó e influyó. Y, si no fue el primero de los hijos, afectó a la familia que le precedía y le trajo. Será esencial incluir activamente al recién llegado para evitar una rivalidad excesiva y traumática que establezca celos en el futuro. Es cuando la madre mira tanto al padre como al hijo con amor. Es cuando los padres miran tanto al bebé recién llegado como al hijo anterior (a todos) con amor. Del lado opuesto pensemos que, cuando los terceros son vividos como rivales amenazantes, son esperables los típicos comportamientos celotípicos: «¿Con quién vas? ¿Quién es esa? ¿Quién te ha enviado un mensaje? ¿No ves que vas provocando? ¿No sabes que todos van a lo que van? No quiero que vuelvas a salir con esos ni a esos sitios».

Estamos ya en la situación edípica. Venimos de la crisis de reaproximación o apego, según Margaret Mahler (de quince a veinticuatro meses), correspondiente a parte de la etapa anal freudiana (de dieciocho/veinticuatro meses a tres años, aproximadamente), donde se dio la ambivalencia del niño con la madre entre intimidad y distancia, acercamiento y retirada, seguridad y asfixia, protección y exploración del mundo; en suma, entre dependencia e independencia. Cuando Perls señala como eje fundamental de la salud psicológica el proceso del heteroapoyo al autoapoyo, está refiriéndose a lo mismo, es decir, a un proceso que arraiga en esta etapa.

Mientras que la situación de apego es diádica (niño y función materna), la situación edípica es tríadica (niño, función materna y función paterna). Como sintetiza M. Washburn (1994), la función paterna se presenta como referencia de independencia. Si el niño gana su amor, podrá acceder al mundo a través del padre (función paterna). La madre (función materna) resultará cada vez más regresiva y absorbente. Pero no hemos de enfocarlo tanto como un deseo contra la madre sino hacia el padre.

Un padre que no es solo el representante de la independencia, sino el competidor en la relación afectiva con la madre. Esto supone que, a la ambivalencia ya existente con la madre, ahora se suma la ambivalencia respecto al padre. Podemos decir que el niño en la madre busca la cercanía para sentir protección y la distancia para sentir independencia. Y en el padre busca la cercanía para sentir independencia y la distancia para experimentarse protegido (dada la rivalidad que siente). La ambivalencia del apego se dirige ahora a ambos padres de formas distintas.

La resolución de la primera crisis de rivalidad con el padre evitará fijaciones regresivas anales de tipo celoso, en las que pudiera cristalizar el miedo a perder el objeto «bueno» y la hostilidad hacia el tercero que lo quiere arrebatar. Como ha quedado dicho, hay puramente celos (sin envidia) cuando no se duda en principio del amor del objeto y toda la hostilidad va dirigida a un tercero. Por ejemplo, en relaciones de pareja sería el caso de un celoso que no duda (en principio) de que su pareja le quiera, pero está convencido de la maldad del resto de los hombres que, a buen seguro, querrán poseer a una mujer tan deseable como la «suya». Como típicamente ocurre en las fijaciones de esta etapa, la dinámica se jugará en el orden de la dominación, dejando al objeto (su pareja) como un objeto «dominable» que deberá ser sometido por el celoso para no acabar siendo dominado por los rivales.

Cuando hay celos y, además, envidia, la hostilidad irá tanto a los rivales como a la pareja, ya que ellos quieren «quitársela» y además, ella tiene (o es) lo que desea y no quiere dárselo (siguiendo con él), o teme que no quiera en un futuro próximo (que los rivales acaben seduciéndola).

No está de más aquí recordar que no estamos entendiendo el concepto envidia solo como se utiliza coloquialmente, es decir, como «tú lo tienes y yo lo quiero», algo que podría ser una admiración fructífera y motivadora o una voracidad oral, sino como «siento rabia porque tú lo tienes y yo lo quiero». Aquí, además, hay muchos matices posibles. Respecto a la primera parte de la frase («siento rabia»), puede ser consciente o, sobre todo, inconsciente: «Me odio… te odio… me deprimo… me descalifico… me las pagarás», etc. Es decir, podrá haber diferentes intensidades de agresividad y diferentes direcciones de esta. Respecto a la segunda parte, podremos matizar: «… porque lo tienes y no me lo quieres dar… porque me lo diste y me lo quitaste… porque no me lo das y se lo das a otro», etc.

Aunque podemos incluir en las relaciones «de igual a igual» tanto la pareja como los hermanos o los colegas, se trata de relaciones esencialmente distintas. ¿Qué ocurre con los hermanos entonces? Salvo en diferencias de edad muy marcadas, donde pueden ser vividos como «segundos padres» o «primeros hijos», los hermanos suponen los siguientes rivales después del primero (el padre). Estos competidores lo son por el amor de la madre y del padre. He escuchado a algunos terapeutas que a veces la envidia hunde sus raíces en el «reparto» del amor de la madre; es decir, que la persona envidiosa alberga en su biografía un fracaso en la rivalidad con algún hermano por el amor de la madre. Sin duda es un tema interesante a explorar y no pocas veces lo he comprobado, pero no siempre es así. Lo esencial es la carencia y dónde el hijo percibe que va (o de dónde no sale) eso que no siente que reciba: el amor.

Envidia y celos se solapan, decíamos, cuando sobre la base de la primera llegan los segundos. El niño siente hostilidad hacia la madre por no haberse sentido satisfecho, siente que lo que le correspondía no le fue dado, y ahora experimenta que sí le es dado a un hermano rival. Es probable aquí que envidia y celos se manifiesten simultáneamente. Es obvio que incurrimos en una contradicción, puesto que dijimos que los celos mantienen el objeto como «bueno», por ello, en este caso no se daría una situación pura de celos sino algo intermedio: «En parte tú no quisiste dármelo (a la madre) y en parte tú me lo arrebataste (al hermano), porque me correspondía a mí y mamá me lo debía». Habrá hostilidad con ambos.

Un segundo modo en que se solapan envidia y celos es cuando los celos llevan a la envidia. Sería el caso de un hijo que se siente satisfecho en la etapa oral, no teniendo especiales fijaciones de envidia. Pero llega un hermano, quizá demasiado pronto (dos embarazos muy cercanos), quizá especialmente agradable a la madre, y el primero, que en principio se sintió bien con la madre, ahora siente que la pierde. Aquí es más probable que la hostilidad recaiga en el hermano (no siempre), puesto que la relación con la madre era satisfactoria hasta que él llegó. Se parece más a la situación edípica. Aquí puede desplazar el «objeto bueno» que fue la madre al hermano. «Si mamá te quiere a ti más que a mí, será porque eres fascinante»; y, a partir de ahí, «tener tu amor será como tener el suyo, porque lo ha depositado en ti». Esto generará una inevitable ambivalencia con el hermano: «Quiero tu amor porque mamá te lo dio y, a la vez, tú me lo arrebataste».

Es aquí cuando cabe subrayar que la envidia, por necesidad, implica una idealización. Klein escribe: «Esta sensación de que la madre es omnipotente, y de que a ella le toca impedir todo dolor y todo mal provenientes de fuentes internas, también se encuentra en el análisis de adultos.» De un modo equivalente, la posición envidiosa idealiza a los otros. Tanto hay de no haberse sentido queridos como de idealizar a quien no les quiso. El amor, al no ser suficientemente experimentado, queda idealizado. No es raro ver cómo en la envidia se idealiza las vidas de los otros, de los hermanos, las parejas, los compañeros de trabajo y, como hemos visto, cómo eso genera una hostilidad de succión (absorberles hasta dejarles vacíos) o de mordedura (recriminarles, por ejemplo, hasta destruirles). En ambos casos hay una demanda excesiva que aspira a la idealización de que, de alguna manera, con su atención y su amor, podrán impedirles todo dolor.

Refiriéndose a Abraham, Melanie Klein señala que serían generadoras de este tipo de conflictos tanto un exceso de la necesaria frustración como de indulgencia:

La frustración, si no es excesiva, es también un estímulo para la adaptación al mundo externo y el desarrollo del sentido de realidad. De hecho, cierta cantidad de frustración seguida de gratificación podría dar al bebé el sentimiento de que ha sido capaz de hacer frente a su ansiedad. También sus deseos incumplidos —que hasta cierto punto son imposibles de satisfacer— son un factor importante, que contribuye a sus sublimaciones y actividades creadoras. La ausencia de conflicto en el niño, si tal estado hipotético pudiera ser imaginado, lo privaría del enriquecimiento de su personalidad y de un factor importante en el fortalecimiento de su yo. El conflicto y la necesidad de superarlo constituyen un elemento fundamental en la facultad creadora.

Y añade:

El objeto idealizado se halla mucho menos integrado en el yo que el objeto bueno, puesto que proviene sobre todo de la ansiedad persecutoria y no tanto de la capacidad para amar […] Puesto que la necesidad de un objeto bueno es universal, la distinción entre un objeto idealizado y uno bueno no puede ser considerada como absoluta. Algunas personas se enfrentan con su incapacidad (derivada de la envidia excesiva) para poseer un objeto bueno, idealizándolo.

Respecto a esta última frase, escuchando a personas que han sido envidiadas por algún hermano en un grado significativo (y que este confesó explícitamente, para así descartar meras proyecciones narcisistas de aquél), es común la experiencia de sentir que se les idealiza y que, tras tanto interés, devoción y supuesto amor, no se sienten muy queridos por su hermano envidioso. Más bien se sienten absorbidos hasta la agresión o directamente agredidos, según un amplio abanico (con una continua absorción de la atención, interminables demandas, valoraciones envenenadas, confrontaciones sutiles, sarcasmos, recriminaciones, descalificaciones directas, etc.). Sus vidas y sentimientos no han sido escuchados ni conocidos por el hermano envidioso, sino idealizados, con lo cual el envidiado experimenta una paradoja entre sentirse idealizado y no tenido en cuenta. Hay como una sensación de: «Éste que envidias en mí no soy yo (sino algún ideal tuyo con el que me has investido)». No se les concede el derecho a la legítima frustración, que parece ser patrimonio del envidioso y, cuando el envidiado tiene frustraciones, puede encontrarse con la alegría del envidioso. Al fin y al cabo, el mal del otro consuela el propio en cierta medida, por mucho que diga el refrán.

Distinto es el caso de caracteres narcisistas que alardean frecuentemente, incluso con curiosos envoltorios de victimismo, de ser envidiados. Esto, más bien, parece un deseo, un mecanismo de sobrecompensación de su inconsciente sentimiento de inferioridad, una posición autorreferencial que parte solo de ellos. Si no, no sería narcisista, sino real. Son al fin y al cabo fantasías persecutorias vestidas de admiración más que de acusación, pero esencialmente también amenazantes.

Yendo más allá, la voracidad va muy ligada a la idealización del objeto. Melanie Klein señala:

La voracidad es un deseo vehemente, impetuoso e insaciable y que excede lo que el sujeto necesita y lo que el objeto es capaz y está dispuesto a dar. En el nivel inconsciente, la finalidad primordial de la voracidad es vaciar por completo […] su propósito es la introyección destructiva. […] La diferencia esencial entre voracidad y envidia sería que la voracidad está principalmente conectada con la introyección, en tanto que la envidia lo está con la proyección.

Klein presentaba la gratitud como polaridad de la envidia, aunque no tanto como antídoto, ya que era pesimista en cuanto a la capacidad de que aquella subsanara esta.

El sentimiento de gratitud es uno de los más importantes derivados de la capacidad para amar. La gratitud es esencial en la estructuración de la relación con el objeto bueno, hallándose también subyacente a la apreciación de la bondad en otros y en uno mismo. Su raíz hállase en las emociones y actitudes que surgen en las épocas más tempranas de la infancia, cuando la madre es el solo y único objeto para el bebé.

Dar gracias es hacer acuse de recibo, es reconocer y, más que eso, reconocerse recibiendo algo bueno del mundo, del otro; es ser consciente de que uno está siendo querido o gratificado o satisfecho o, espiritualmente, bendecido. En cuanto a esto, es frecuente comprobar en la hermandad de los grupos terapéuticos, dinámicas de envidia entre algunos de sus miembros y, aunque hay personas que muestran un claro afecto por los envidiosos, éstos no se lo creen y lo rechazan. Como nos recuerda Claudio Naranjo, sería algo así como —en palabras mías—: «si es cierto que quieres a alguien que vale tan poco como yo, tú tampoco valdrás mucho». Esto supone no recibir. Y ya sabemos que el autoconcepto (nuestros introyectos acerca de nosotros mismos e identificaciones más primarias) tiende a perpetuarse y a expulsar lo que no le cuadra, aunque sea bueno. Al fin y al cabo, el «tú no me quieres» dirigido a la madre, que ha cristalizado en la persona envidiosa, parece que se procesa inconscientemente como culpa: «No merezco tu amor» o «No merezco ser querido».

No siempre la gratitud está exenta de culpa. Melanie Klein refiere:

Con frecuencia encontramos expresiones de gratitud que resultan estar impulsadas más especialmente por sentimientos de culpa que por la capacidad de amar. Pienso que es importante distinguir en su nivel más profundo entre la gratitud y tales sentimientos de culpa. Esto no significa descartar algún elemento de culpa en el sentimiento de gratitud más genuino.

Y, para finalizar, siguiendo con M. Klein:

Cuanto con mayor frecuencia se experimenta y acepta con plenitud la gratificación en el acto de mamar, tanto más a menudo son sentidos el goce y la gratitud en el nivel más profundo, desempeñando un papel importante en toda sublimación y en la capacidad de reparar. Por medio de los procesos de proyección e introyección, mediante una abundancia interna que se da y es reintroyectada, el yo se enriquece y profundiza. De este modo se restablece una y otra vez la posesión de un objeto interno provechoso, con lo que la gratitud puede ponerse de lleno en acción. La gratitud está estrechamente ligada a la generosidad. La riqueza interna deriva de haber asimilado el objeto bueno, de modo que el individuo se hace capaz de compartir sus dones con otros. Así es posible introyectar un mundo externo más propicio, y como consecuencia se crea una sensación de enriquecimiento.

La envidia es uno de los sentimientos más inconfesables, por lo que creo que el terapeuta debe valorar su revelación, pero sin grandes aspavientos. Es en esencia un dolor carencial y, al ser confesado, un dolor compartido. Esto tiene un gran valor, porque es casi todo lo que se puede hacer con las carencias infantiles irresolubles. Y, en la práctica, paradójicamente, también alivia y resuelve. Además, a la confesión carencial le sumamos la rabia, una rabia aún más vergonzosa contra el otro, si cabe, que contra sí mismo.

Y aún más si se trata de un hermano. La rabia contra los integrantes de la propia tribu está prohibida, pero mucho más si es dentro de la propia familia. La vigilancia más primaria e inconsciente de la culpa considera esta rabia una de las agresiones más alarmantes. Hay cosas que a un hermano no le está permitido sentir, como la envidia, aunque sienta que le falta el amor de su madre, del que pende su vida. O como los celos, aunque crea que su hermano y rival pueda arrebatarle ese mismo amor. Sentir ese terror y la consiguiente agresividad está prohibido.

 

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