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el 19 diciembre 2000

Revista “Informació Psicològica” del Colegio Oficial de Psicólogos de la Comunidad Valenciana. V Época, Nº 74. Valencia, 2000.

INTRODUCCIÓN

En 1972 Joel Latner nos recordaba a Fritz Perls, creador de la terapia Gestalt:
“La Gestalt es tan antigua y vieja como el mundo mismo” (F. Perls 1969b, p.16).

No podría ser de otra manera si pensamos en lo que son algunos de los pilares fundamentales de este enfoque terapéutico.
En primer lugar, se incide en el desarrollo de la consciencia, el darse cuenta, de una forma global, asistiendo a nuestros procesos mentales, dando permiso a la expresión emocional para trabajar experiencialmente con ella (aquí demuestra ser un enfoque comprometido y eficaz) e integrando nuestro cuerpo desde lo más instintivo a lo no-verbal, pasando por lo fisiológico. La consciencia es la integración de todo esto, incluida la intuición, no sólo la dimensión racional.
En segundo lugar, hay una focalización en la vivencia presente, aquí-ahora, más que en el discurso intelectual “a cerca de” uno mismo, de modo que el desarrollo de una atención integral es lo que va a poder actualizar la propia experiencia, aportando claridad y novedad.

Por último, existe una amplia concepción de la responsabilidad sobre nuestros actos, nuestras decisiones, pensamientos o hasta evitaciones. La enorme oportunidad que esto nos ofrece es la del propio potencial para afrontar nuestras necesidades y nuestro deseo. Recuperar la responsabilidad sobre nuestra vida, sin distorsionarla culpándonos o culpando al mundo, puede generar cierto vértigo, pero es la antesala del poder personal y la motivación creativa.
Siempre me ha sorprendido gratamente de la Gestalt la cualidad que posee para integrar los aspectos mental, emocional, corporal y social de una persona en la experiencia presente, aportando un sentido más amplio a lo que ocurre. Esta totalidad, mayor que la suma de las partes, es el propio significado del término gestalt.
No tiene sentido, por ejemplo, juzgar determinadas emociones de positivas o negativas, al igual que precipitarse hacia una presunta irracionalidad de los procesos mentales que bien pueden tener una clara lógica desde una perspectiva mayor o más profunda que el sujeto necesita comprender en lo posible.
No se trata de “quitarse de encima” una idea molesta o un comportamiento inoportuno sin más, sino de escucharlos. No se evitan los temores, más bien se atraviesan. No se pretende solucionar compulsivamente las crisis, sino que se experimentan hasta que aparezca el mensaje y la oportunidad que encierran.
El respeto por cualquier manifestación del ser y la confianza en que hay un sentido en eso es la fuente principal de integración.

 

APORTACIONES DE LA TERAPIA GESTALT AL TRABAJO CON DROGODEPENDIENTES

Todas las escuelas psicológicas han hecho diversas aportaciones en el concreto trabajo con drogodependientes. El mestizaje entre ellas se ha consolidado en cuanto a ciertos contenidos, si bien hay diferencias significativas en la concepción global.
Citaré a continuación algunas de las que considero más características y “nutritivas” desde un enfoque gestáltico, poniendo un especial acento en lo concerniente al desarrollo de la consciencia, así como a la actitud y la implicación del terapeuta.
Orientación a la consciencia antes del cambio.
No es extraño observar una precipitada orientación al cambio en el tratamiento con pacientes adictos.
Influye el hecho de que nos encontremos frente a problemáticas revestidas de cierta urgencia por el peligro real que suponen sobre las vidas de los adictos y por lo angustiosa que resulta para ellos y sus allegados una situación de este tipo (acompañada, en no pocos casos, de serios conflictos de convivencia, problemas de salud o hasta delincuencia).
Además, existe una acentuada disociación entre los actos y el discurso del adicto, de modo que llevar al paciente a la referencia de sus acciones va a suponer una útil fuente de realidad.
Sabemos que en Gestalt el “quiero, pero no puedo” bien puede leerse como un “quiero y no quiero”, lo cual nos pone más en la pista de necesidades en conflicto, falta de consciencia y ambivalencia que de las improductivas polaridades hacia el victimismo (“el pobre es que no puede”) o la culpabilización (“lo que pasa es que no le da la gana y ya está”). Esta polaridad irreconciliada se proyecta en la concepción de los tratamientos, los familiares, las instituciones e, internamente, en las vivencias del propio paciente, trasgresor y autoculpabilizado, omnipotente e impotente, esclavizado a la supuesta libertad que el consumo le otorga.
La predisposición a un cambio urgente que salve este conflicto está servida.
No obstante, en el ámbito puramente psicológico, cambiar lo que se hace, se piensa o se siente por algo distinto no resulta oportuno si uno no se percata antes con detenimiento de su posición. Reconducir la acción, sin duda, es muy importante; supone consolidar a nivel externo los cambios internos. Pero precipitarse a otro lugar cuando no se sabe apenas nada de para qué se está donde se está, de para qué sirve, de cómo se siente uno, de qué está evitando o qué no se permite o qué idealización persigue o cuál es su motivación legítima o lo que fuere, sólo va a fomentar la inconsciencia y, por ende, la sensación dependiente del “dime qué he de hacer”. Esto es algo bien distinto a la necesaria responsabilidad de ir desvelando los propios conflictos y necesidades para luego decidir libremente qué se quiere o no hacer al respecto.
Prefiero entender al terapeuta como un acompañante en el proceso, y no como un dispensador de acciones oportunas, ya que esto supone responsabilizarse del paciente más allá de lo recomendable si nuestro objetivo es trabajar con su (drogo)dependencia en dirección al auto-apoyo.
No hemos podido evitar un “peregrinaje” por diversos intentos y procesos de tratamiento de muchos drogodependientes. Se han tenido que aceptar las recaídas como parte del proceso curativo. Incluso están poniéndose en marcha recursos cuya propósito es mínimo: que la situación al menos no empeore, nada más. Por eso no podemos simplificar un asunto tan complejo.
El adicto necesita volver a sensibilizarse con su propio cuerpo, con sus emociones y sus pensamientos, con los demás, a la vez que aprende a tolerar y elaborar el sufrimiento -y el placer- que eso le genere. Probablemente sobrevendrá una crisis, pero no es algo “negativo” a resolver arrebatadamente, sino algo a contener, a guiar y a apoyar para que sea capaz de experimentarse en ella sin escaparse una vez más. La presencia del terapeuta en esos momentos, su empatía, su escucha o su mirada son fundamentales como continente para el adicto, proporcionando permiso a lo genuino y límites a lo neurótico.
No hay que estar empeñado en el cambio, de modo que pudiera forzarse o, cuanto menos, supusiera una evitación de la experiencia en curso. “No empujes el río”, titulaba una de sus obras Barry Stevens. Sin duda, es una buena inversión tomar el pulso a la motivación, lo que no es otra cosa que detenernos a darnos cuenta de cuáles son sus necesidades, qué hace para satisfacerlas (ciclo de la experiencia), y en qué medida lo consigue o no (gestalts inconclusas que reaparecerán).
En el consumo abusivo encontramos un claro ejemplo de necesidades no satisfechas, puesto que se crea una adicción compulsiva y ansiosa. Será necesario revisar todo el proceso citado.
Además de aprender lo que se desconoce (añadir), un objetivo substancial del tratamiento va encaminado a retirar obstáculos (quitar) para que el drogodependiente se permita ser quien sabe que es y descubrirse en la adquisición de nuevas potencialidades.
Si el paciente encuentra en el espacio de la terapia una escucha atenta y un lugar donde expresarse en profundidad, nos sorprenderá más de una vez la conciencia que ya posee acerca de lo que necesita, lo que le hace daño y cómo ha de conseguirlo. Hay que partir de ahí, ejerciendo más la labor de alentar al descubrimiento que la de prodigar en soluciones tanto desde un rol autoritario teñido de moralidad o profesionalidad, como desde un papel de “salvador”.
No es extraño que un adicto sugiera que le digamos cómo cambiar, qué tiene que hacer. A veces esto significa que ha llegado el momento idóneo para el cambio. Procede entonces la orientación o hasta el consejo. Pero no pocas veces he descubierto que no era sino un modo de evitar la experiencia presente con nuevas idealizaciones o motivaciones ajenas. Una dinámica equivalente a la del consumo: “tengo que estar bien y a gusto ya”.
Si ocupamos la sesión grupal, por ejemplo, hablando de los cambios “que empezaré a hacer mañana” (a saber, “hoy es la última vez que consumo y mañana lo dejaré”), puede que todos estemos evitando abordar aquí y ahora las crisis en curso, las ideas de consumo, la culpa, las dificultades de comunicación, la soledad o la impotencia.
También puede ser un escape para el profesional, que se sienta más seguro y competente hablando de lo que hay que hacer una vez más que escuchando un momento crítico y sintiendo que no todo está en sus manos.
Es importante no infravalorar el enorme poder que tiene una profunda sensibilización con uno mismo a nivel físico, emocional, mental, social y hasta existencial de cara a una motivación sólida para el desarrollo, lo cual no tiene nada que ver con etiquetarse peyorativamente al modo “soy un toxicómano”.
Profesionales, padres y drogodependientes se “queman” fantaseando y empujando un cambio cuyo momento a veces no ha llegado. Lo importante es que la atención y la energía puestas allí-entonces se recuperen hacia la realidad aquí-ahora, que es donde únicamente se puede realizar (hacer real) el tratamiento.

 

IMPORTANCIA DE LA ACTITUD SOBRE LAS TÉCNICAS

Claudio Naranjo dice: “Cualquier libro puede describir una técnica, pero una actitud debe ser transmitida por una persona”.
Tampoco entiendo al terapeuta como un mero docente y supervisor de técnicas. La labor más curativa que podemos tener con un drogodependiente y en general, es nuestra actitud persona a persona.
El ser humano sigue aprendiendo y reaccionando más a partir de la actitud que le transmite el otro que de sus palabras, consejos, soluciones o exigencias. Pasa en todo tipo de relaciones y, por supuesto, en la terapéutica.
La importancia del vínculo que se genere va a ser decisiva para la eficacia del trabajo. En él reside nuestra capacidad profesional o, lo que es lo mismo, nuestro potencial terapéutico. Es esto algo que hay que atender cuidadosamente. Cuando el paciente consiga poner su confianza en nosotros, algo que no siempre ocurre, lo que le aportemos será de un valor y eficacia muy superiores, aunque sean las mismas intervenciones en cuanto al contenido. Por ello, conviene más un buen vínculo que una idea o una solución acertadas.
Con el desarrollo de la psicoterapia en sus múltiples disciplinas hemos podido observar que las técnicas, a la vez de ser fundamentales, no lo son todo. Del “haga usted lo contrario” se pasó al paradójico “haga más de lo mismo” hasta llegar al “haga cualquier otra cosa” o incluso al “no haga nada, eso no es importante”. Todas estas opciones dan resultados. Son instrumentos que demuestran su eficacia tanto en función del terapeuta y la importancia que les otorgue como del paciente. La convicción del profesional resulta clave para la eficacia. Lo más curativo que un terapeuta puede ofrecer a un paciente adicto es su actitud para con él.
Cuando uno observa de cerca las diferentes actitudes de los profesionales en el ejercicio de su trabajo sabe que no es algo que pueda separarse del proceso del drogodependiente. Por eso hay que contar con ello.
Lo vemos claro, por ejemplo, en un análisis sistémico de su familia, y por ello sería de una riqueza extraordinaria que los profesionales compartieran honestamente lo que les ocurre a nivel personal con sus pacientes para tenerlo después en cuenta y trabajar terapéuticamente esos asuntos tanto en los pacientes como en sí mismos.
Actitud hace referencia a los actos, pero especialmente nacidos de nuestras creencias, emociones y motivaciones, algo presente en el profesional igual que en el adicto.

 

COMPROMISO E IMPLICACIÓN DEL TERAPEUTA EN EL TRATAMIENTO

Desde una profunda, sensible y humana concepción de la psicoterapia, la intervención contempla como agentes curativos elementos que van más allá de los puramente técnicos, tales como la actitud, la presencia o el vínculo.
En expresión de E. y M. Polster, “el terapeuta es su propio instrumento”, teniendo capacidad real para explorar con su paciente los “lugares personales” que no teme o idealiza, que conoce en sí mismo.
Desde esta óptica, entiendo que en primer lugar el terapeuta se cuestione y (se) trabaje sus propios conflictos: sus miedos, sus formas de manipular, de evitar, de proyectar en el paciente lo que es sólo suyo, de agredir directa o indirectamente, de auto-exigirse y exigir, de responsabilizarse de lo que no le corresponde o de no responsabilizarse, de seducir o de calmar su angustia; su tolerancia a la frustración, sus juegos sociales, sus límites, su ignorancia, sus deseos de “salvar”, de “castigar”, de abandonar o de hiper-controlar y, ante todo, sus juegos de poder o cómo busca la aceptación y el afecto del paciente. En la medida que vayamos conociendo esto, podremos manejarlo y canalizarlo dentro del propio trabajo.
El terapeuta gestáltico se da cuenta de que en la relación se dinamizan muchos más procesos que el puramente intelectual. No importa sólo lo que él y el paciente dicen acerca de los conflictos de éste, sino que la propia relación que ocurra entre ellos es un generador de procesos en sí mismo. No sólo importa qué le pasa al drogodependiente, sino qué me está pasando a mí con él. Puede o no considerarse adecuado plantearle esto, el criterio es si creemos que le pueda ser de utilidad, pero lo fundamental en cualquier caso es tenerlo en cuenta en el trabajo.
La búsqueda de una supuesta objetividad puede ser una enorme fuente de sesgo si no se tienen en cuenta estos aspectos. Francamente, no creo que un paciente responda o no simplemente a unas técnicas, sino que depende de cómo se maneje el profesional en el tratamiento como persona frente a la persona del paciente.
El terapeuta es una herramienta clave del proceso, no un “instructor aséptico”. Su presencia, con todo lo que eso implica, no puede dejarse de lado. Dentro del espacio de la consulta, las otras dos variables son el paciente y el encuentro entre ambos. Fuera de ahí, hay muchas más.
Centrarnos sólo en el drogodependiente implica un punto ciego con, quizás, una idealización y también una irresponsabilidad implícitas, algo así como que el terapeuta y la relación entre ambos son aspectos adecuados por definición que apenas merecen un cuestionamiento con relación a la evolución del tratamiento.
En Gestalt prima lo experiencial y lo vivencial, el propósito de una comunicación auténtica y genuina, lo cual hace imprescindible la presencia comprometida del terapeuta. No es fácil esta disposición, pero es algo que sin duda revierte vitalmente en el tratamiento.
Como dije atrás, el vínculo supone una riqueza y una fluidez en el contacto que hará valioso y curativo lo que se comunique, sea agradable o doloroso.

No obstante, hay formas de enfocar la intervención que, aunque tentadoras, empobrecen este contacto real. Aunque son todos instrumentos oportunos en momentos determinados, no entiendo que las posibilidades de la psicoterapia se restrinjan a datos informativos, consejos, explicaciones, intentos de convencer o docencia acerca de técnicas psicológicas. Un entrenamiento técnico por medio de la simulación no podrá sustituir nunca a lo que sucede si promovemos la experiencia real de asuntos reales. Del mismo modo que una excesiva mirada a los contenidos mermará la percepción de lo más obvio y la dimensión de un contacto humano más transparente.
Es el acercadeísmo que definió Perls, en este caso, una especie de “hablemos de terapia” en vez de hagamos terapia tu y yo aquí y ahora. Tiene mucho que ver con la deflexión introducida por los Polster.
El precio de un desmedido ideal de objetividad, metodología y estructuración en el trabajo con adictos supone una pérdida de atención y vitalidad en el tratamiento que limita mucho sus posibilidades, ya que bloquea en gran medida el proceso humano, que es de naturaleza creativa.

 

SÍNTOMAS Y CRISIS

Karl A. Slaikeu nos recuerda la procedencia del término crisis:
“El término chino de crisis (weiji) se compone de dos caracteres que significan peligro y oportunidad, ocurriendo al mismo tiempo (Wilhelm, 1967). La palabra inglesa se basa en el griego krinein que significa decidir (Lidell y Scott, 1968).”

Guillermo Borja señala al respecto:
“Lo que más atemoriza al ser humano es caer en una crisis porque pone de manifiesto todo lo que está irresuelto: la dependencia, la necesidad, la carencia… No se puede resolver nada profundo si no es a través de una crisis, pues ella misma posee los elementos de la curación.”

Es sabido que en nuestra cultura existe un abuso generalizado de medicamentos para el alivio de los síntomas. La drogodependencia viene a suponer una automedicación descontrolada que persigue los mismos fines, utilizándose para casi todo, especialmente para los ya tópicos “estar a gusto” y “ponerme ciego”. Por ello, a grandes rasgos, el drogodependiente necesita poner consciencia (no ceguera), tolerancia a la frustración (no aferrarse a estar siempre a gusto al precio que sea), responsabilidad y desarrollo de su propia capacidad de acción. En otras palabras, tolerar, elaborar y “metabolizar” las crisis que preceden a cada consumo.
Cuando atendemos a un drogodependiente hemos de trabajar en dos direcciones generales, la de los contenidos y la del propio proceso. En la primera, más explícita, se encuentran todas las intervenciones encaminadas a la comprensión, la sensibilización o las pistas que faciliten el descubrimiento de una acción realmente satisfactoria (no sólo gozosa). En cuanto al proceso, la actitud implícita será la de hacerse exploradores de sí mismos, dando sentido y responsabilidad a sus decisiones, a sus crisis, profundizando más allá de lo puramente sintomático y apoyándose en sí mismos como vía para el desarrollo personal, lo cual aumentará el amor hacia sí mismos y su sentimiento de valía personal, los dos pilares de la ahora bautizada autoestima. Esto no podrá conseguirse si los convertimos en meros pacientes o alumnos, algo que revelarán pronto sus resistencias, que de todos modos aparecerán.
Un individuo, a partir de la percepción que haga de sí mismo y del mundo, además de otros factores no tan puramente psicológicos, produce de forma particular y creativa sus propios síntomas y sus crisis. Nuestra labor es facilitar y acompañar ese proceso de descubrimiento, no dárselo estereotipadamente.
El terapeuta se siente probablemente más seguro y protegido cuando le dice a su paciente lo que le ocurre y lo que ha de hacer. En caso de frustración en la evolución del tratamiento, siempre nos podemos justificar en que el drogodependiente no quiere reconocer lo que le ocurre o en que no está haciendo lo que debería. Esto es francamente tentador y calma la angustia de profesionales y familiares, aunque la aumenta en los pacientes. Seguro que a veces esto se torna inevitable, por lo menos para mí.
No obstante, me resulta más honesto un replanteamiento continuo en la intervención, así como una escucha y un acompañamiento creativos sabiendo lo que está en mis manos y lo que no en cada momento, a la vez que expresándolo.
La concepción del drogodependiente en muchos casos como una posición perversa, no como un trastorno mental, al igual que la presencia de los trastornos de personalidad en la mayor parte de la vida adulta del sujeto, no poco frecuentes en drogodependientes severos, ha generado un cierto pesimismo respecto al tratamiento de una problemática considerada recidivante. Pero desde el momento que el sujeto que sufre y quiere hacer algo distinto con su vida se pone ante nosotros demandando tratamiento, nos queda la opción de trabajar con lo que está ocurriendo ahora.
Aún existe la percepción de la salud mental como un “ellos” (los que cumplen criterios diagnósticos) frente a un “nosotros” (los “normales” o adaptados), es decir, como un todo o nada. La perspectiva gestáltica del crecimiento y desarrollo personal como un continuo válido para todos, nos pone en una situación de humildad frente al drogodependiente. Se trata de dejar las idealizaciones a un lado (que ya neurotizan bastante al paciente y al propio terapeuta) y ver qué podemos hacer juntos en el tiempo de que disponemos. Frecuentemente sólo somos un capítulo en el libro de la rehabilitación de los adictos y, en el mejor de los casos, sólo somos uno de los factores curativos.
Las crisis forman parte de la vida, al igual que puede serlo aprovecharlas positivamente. Siempre están y estarán ahí. Por eso la actitud implícita a transmitir ante el problema que fuere, es otra manera de estar con uno mismo ante lo que la vida traiga. Esta creo que es la verdadero actitud hacia la in-dependencia frente a la drogo-dependencia.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Borja, G. (1995). La locura lo cura. Ediciones del Arkán. México, D. F.
García, J. (2000). Experiencia en psicoterapia con drogodependientes. Tesina Asociación Española de Terapia Gestalt.
García, J. (2000). Psicoterapia con drogodependientes. Revista Asociación Española de Terapia Gestalt.
Latner, J. (1994). Fundamentos de la Gestalt. Cuatro Vientos. Santiago de Chile.
Miller, W. R. y Rollnick, S. (comps.) (1999). La entrevista motivacional. Paidós. Barcelona.
Musacchio, A. y Ortiz, A. (comps.) (1992). Drogadicción. Piados. Buenos Aires.
Naranjo, C. (1990). La vieja y novísima Gestalt. Cuatro Vientos. Chile.
Polster, E. y M. (1985). Terapia guestáltica. Amorrortu. Buenos Aires.
Rodríguez, J. A. (1996). ¿Por qué nos drogamos? Biblioteca Nueva. Madrid.
Slaikeu, K. A. (1988). Intervención en crisis. Manual de práctica e investigación. Manual Moderno. México, D. F.

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