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el 1 mayo 2001

Boletín de la AETG (Asociación Española de Terapia Gestalt), Nº 21: “La Gestalt y las Instituciones”. 2001.

 

- Dame algo.

- No.

- Pues dame un cigarro.

- No tengo.

- ... Dame la hora.

- Las siete y cuarto.

(Anécdota)

 

Hablar de drogodependencia supone hablar fundamentalmente de dependencia, donde la droga adquiere un lugar sintomático real y simbólico. Los diversos aspectos donde el ser humano se configura y se expresa, tanto internos como externos, en los inseparables ámbitos mental, emocional, físico, comportamental y social, manifiestan esta dinámica. Desde cualquier vertiente comprensiva y de abordaje terapéutico, se hace patente. Sobre una subyacente patología simbiótica de diversos grados que nos aporta el psicoanálisis para una comprensión más profunda, podemos observar de modo característico en el terreno gestáltico de lo obvio lo que Perls dio en llamar el mecanismo de la confluencia. La lectura sistémica nos ofrece también una rica lectura de los fenómenos interrelacionales, así como una evidencia meramente comportamental no hace sino subrayar estos asuntos. Trabajar en terapia con drogodependientes y con sus padres, así como con consumidores de abuso que no llegan a cumplir criterios para el diagnóstico de drogodependencia, nos ofrece una perspectiva interesante para la concepción del fenómeno adictivo y las relaciones caracterizadas en no pocas ocasiones por la confluencia y la simbiosis patológica.

 

UN PACIENTE QUE ESTÁ "A GUSTO"

Uno de los problemas de los drogodependientes de cara al tratamiento es que su angustia ya se encuentra “medicada”. No pueden percibirse más que alteradamente, porque también está alterado su estado físico y emocional. La droga es el daño y la “solución” al daño, en un círculo vicioso progresivamente destructivo. Por esta razón, son los conflictos externos los que suelen ponerles delante lo que no ven internamente: conflictos familiares, con los amigos, laborales, económicos, violencia, delincuencia... Los problemas de salud y la angustia psicológica no es extraño que les alarmen aún más tarde. El poder conferido a las drogas aplaca a modo de espejismo cualquier sensación carencial propia, de modo que suelen plantearse el tratamiento cuando es el exterior el que les da de lado o les planta cara duramente, cuando por lo menos esa carencia externa les resulta imposible obviar. Esto, no obstante, a veces no llega hasta después de años de frustración e impotencia de los más allegados y de ellos mismos. Hemos de aceptar frecuentemente motivaciones que distan mucho del ideal que un terapeuta tiene del paciente que se pone en tratamiento, a saber, alguien que desea francamente solucionar sus conflictos conociendo más a fondo sus procesos mentales, emocionales, comportamentales y hasta físicos (y que pagaría por ello). En lugar de eso, podemos encontrarnos personas que prefieren una comunidad terapéutica a una cárcel para cumplir condena, o que vienen bajo presión familiar, o que ven peligrar su vida si no se toman unos meses de “vida sana”. Pero no hemos de pelearnos con esto. Es lo que hay. Y en esta motivación ya hay implícitos unos límites personales, un “tocar fondo”, un punto de inflexión ahora hacia la salud. Aquí ya se dibuja una estructura, aunque pueda resultar incomprensible “tener que llegar tan lejos para darse cuenta y cambiar”. Mientras en la demanda de muchos pacientes no adictos el trasfondo es la angustia y el sufrimiento, en los drogodependientes se trata más bien de todo lo que han perdido o están a punto de perder. Esta carencia forzosa que el exterior les impone suele ser el primer material con que contamos para trabajar. Son pacientes que no vienen tanto por una enfermedad como por sus “efectos secundarios”.

 

CONFLUENCIA Y SIMBIOSIS

La confluencia supone un nosotros sin los límites claros y necesarios, por lo cual implicará una alienación o ausencia del yo particular. Sabemos de la relación dependiente que el adicto suele mantener con su madre al igual que de la ausencia de padre. En un nivel profundo, simbólico e inconsciente, habría que hablar de la simbiosis patológica que el hijo mantiene con lo materno, algo que va más allá de la mera madre física. De igual manera, podemos ver la pobre instauración de lo paterno en la mente del adicto. La confluencia madre-hijo es de sobra conocida y observada. Habita en la mente simbólica del adicto, en sus vivencias, y no es por casualidad. Gran parte de lo inconsciente fue consciente un día y, francamente, se hace fehaciente al observar las dinámicas familiares o sus vivencias por separado en el aquí y ahora de la consulta. Esta confluencia se manifiesta en una posición de fusión-confusión tanto por parte de la madre como del hijo (no es tan claro en todos los casos, sin duda). Se mezclan las necesidades, los deseos, los temores, las satisfacciones, los autoengaños y hasta las dinámicas comportamentales, aunque aparezcan superficialmente distintas. La individuación está mermada por ambas partes. El (drogo)dependiente hace movimientos bruscos hacia la separación y, poco después, hacia la dependencia; inclinaciones progresivas y regresivas en un continuo balanceo. No puede irse ni puede quedarse. Trasgrede normas a veces sociopáticamente y posteriormente se presenta como un niño desvalido y hasta exhibicionista de su estado carencial. Se “coloca” y se “cuelga”. Luce un “amor de madre” tatuado en su bíceps mientras da puñetazos al mundo. Es frecuente escuchar cosas como “Mi madre es lo más grande”; “No me da miedo la cárcel ni nada, si me controlo es para que mi madre no sufra”; “Lo único que yo quiero en esta vida es que mi hijo se cure”; “Mi padre era un cabrón”; “A veces quisiera que mi hijo se muriera para que no sufriera más; no sé cómo puedo decir eso”; “He venido aquí para que me digáis qué hacer para que mi hijo deje la droga”; “Por mi madre haría cualquier cosa, por mí... me da igual”; “Si a mi madre le pasara algo no sé lo que haría”; “mi madre es la mejor persona del mundo y yo le estoy amargando la vida”.

 

MADRE ES A HIJO COMO HIJO ES A DROGA

No es un triángulo de tres elementos; sigue siendo una relación simbiótica de dos, en la que madre-droga es a hijo como hijo es a madre-droga. No hago ningún halago al omitir lo paterno, el gran ausente en la psique del adict@. Muchas madres sufren una sintomatología mental y emocional respecto a sus hijos de alguna manera parecida a la que éstos sufren con la droga (objeto totalitario al que se desplaza simbólicamente la patología con lo materno). La madre no es capaz de poner límites (separación) con el hijo, de modo que toda su vida se va desarrollando en torno a él. Llega a convertirse en su único tema de conversación, en su obsesión. Por él hace cosas que distan mucho de lo que sería capaz de hacer por sí misma, de manera que se precipita a un abandono de sí, enfermando psíquica y emocionalmente a menudo, perdiendo sus relaciones, sus convicciones, su cuidado y mucho más que eso. Su deseo y sus necesidades no son las suyas, sino las que pone en el hijo. Vive supuestamente para él y por él. Mirar hacia lo propio está prohibido, hasta auto-acusado de ser “mala madre” o una “egoísta”. Llegan a sentirse culpables por disfrutar de un momento de felicidad sabiendo que el hijo está mal. Algo así como “si él no es feliz, yo tampoco tengo derecho a serlo”. Es difícil que puedan localizar una sola necesidad que no sea “que mi hijo... (mejore)” Es difícil que se permitan una sola satisfacción que no sea “que ahora mi hijo... (está mejorando)”. Pero esta confluencia, al socavar el proceso de individuación y auto-apoyo en ambos, generará angustia y agresión más o menos explícita o implícita, consciente o inconsciente, frecuentemente con altibajos. Se confunde con amor lo que no es más –ni menos- que dependencia alienante o una resignación que en nada contempla el “amor propio”. El adicto “ama” la droga, lo que más placer y paz le da, confiere su vida a ella, se deja matar por ella, la consume consumiéndose. Quiere retener sus fantasías de los efectos subjetivos, pero se le escapan una y otra vez. Lo mismo le ocurre a la madre con el hijo adicto: se va consumiendo por él. No hay otro discurso ni otra necesidad. Se ve atrapada, “pillada”, impotente, abatida, culpable.

 

DIME LO QUE TENGO QUE HACER

Como ha quedado dicho, el drogodependiente, que medica sus carencias con drogas, no suele ponerse en tratamiento hasta que no se topa con una falta más difícil de sortear que la interna. Acude a menudo cuando ha perdido a su familia, su trabajo, su salud o hasta su libertad social. Suele ser esta carencia externa la que le pone en contacto con su auto-engaño interno. Muchos familiares sólo vienen por los hijos, por y para ellos, demandando que se les diga (tipo recetario) lo que han de hacer en cada situación concreta. Y una de las cosas que más me cuesta trabajar con ellos es que localicen dónde están sus necesidades propias, aparte de lo que le convenga o no al hijo. Hemos observado la disociación entre el discurso y la acción en los drogodependientes. Se saben “la teoría”, pero luego hacen otra cosa. Lo mismo ocurre en muchos familiares: hablan y hablan a sus hijos, les repiten miles de veces lo mismo, lo que deberían o no hacer, pero el hijo, anestesiado ya a ese discurso, está percibiendo algo mucho más nuclear y a veces inconsciente: la referencia de la vida real de sus familiares, no de sus palabras. Y es cuando encontramos familiares que en muchos casos no se aman ni se valoran apenas en sus propias vidas. Por ejemplo, una madre repite a su hijo que ha de mirar por su bien, pero ella reconoce que hace tiempo que no mira por sí misma; le dice que haga lo que promete, pero ella amenaza cada día con ser más firme y nunca lo lleva a cabo; le dice que se busque amigos y gente nueva para salir, pero ella hace años que apenas sale; le recrimina que se quiere muy poco, pero ella se culpa y se abandona progresivamente; le sermonea con que se responsabilice de sus asuntos, pero le sigue pidiendo la cita con el médico; le dice que se alimente bien, pero como sabe que últimamente toma yogurt azucarado le compra dos o tres botes cada día. Ésta es la “locura a dos”. La madre manifiesta que sólo estará bien cuando su hijo se cure. ¿Qué ocurre entonces? Que la madre se pone tan en dependencia del hijo como éste de ella. Es un asunto bidireccional, no unidireccional. Ni que decir tiene, que la incongruencia en los mensajes, las amenazas no cumplidas, el abuso del sermonear o la descalificación permanente hacia el hijo suponen tanta agresión como la que practica el hijo. Es una agresión más o menos activa o pasiva, que provoca en este último un “¡déjame en paz y cállate!” o bien un “por favor, haz tu vida, sal y diviértete, es lo mejor que puedes hacer por mí”. Estamos en la era de la comunicación. Hemos aprendido discursos cada vez más sofisticados. Hemos potenciado excesivamente el “dígame usted lo que debo hacer”. Pero el verdadero trabajo personal del ser humano (adicto, familiar y terapeuta) ha sido, es y será cambiar el mundo cambiándose a sí mismo. Nos encontramos en tratamiento adictos que podrían hablar mil horas de drogas pero a veces ni diez minutos de sí mismos. A veces da la sensación de que quisieran que uno les quitara la adicción a las drogas como quien se quita algo ajeno, no algo que ellos están manteniendo. Pronto irán descubriendo que sin su deseo, motivación e implicación personal no hay nada que hacer. Con los padres ocurre algo similar: “¿Qué tengo que hacer para que mi hijo deje las drogas?” Es fácil jugar a esto. Aunque a veces es oportuno un consejo práctico de cara a la acción, puede ser una tentación bastante neurótica y hueca que el terapeuta entre a saco a decir a los padres qué han de hacer, y que los padres le repitan al hijo lo que ha de hacer y que éste, al fin, demuestre al terapeuta lo mucho que sabe lo que ha de hacer (aunque no lo haga). ¿Qué le pasa al terapeuta? ¿Qué le pasa a los padres? ¿Qué le pasa al adicto? ¿Qué necesita cada uno? ¿Qué cadena de acercadeísmo es ésta en la que todos “saben” lo que ha de hacer el otro pero no pueden contactar con su propia necesidad? Muchos psicólogos tienen tanto miedo de “no ser científicos” que juegan las mil formas de vestir de objetividad unos fenómenos de naturaleza eminentemente subjetiva. Convierten el proceso creativo de la psicoterapia en entrenamientos rígidamente estructurados. Se forman a nivel intelectual, con estadísticas e investigaciones, haciendo a nivel clínico lo que pueden. Dicen al paciente lo que le pasa y lo que debe hacer (manteniendo así su dependencia). La verdad es que así uno parece sentirse más seguro, pero hay mucho miedo a soltarse como persona tras el rol de profesional. Descubrir la propia necesidad Los padres demandan soluciones mágicas. El problema es del hijo y quieren “recetas” para que se las tome él. El hijo también demanda soluciones mágicas, abriendo el juego de “los cambios que hay que hacer”. El terapeuta puede estar muy tentado a ello como experto: “Yo te diré lo que has de hacer”. De hecho, son muchos los profesionales que dedican la mayor parte de su intervención a repetir hasta la saciedad consejos relacionados con el consumo sin profundizar mucho más allá. Con esta dinámica se puede estar tapando un importante vacío, de modo que el terapeuta no se implique como persona, ni los padres, ni el adicto. En mi caso, yo no creo que esté para decirle a nadie lo que debe o no hacer. No me considero tan inteligente ni importante. Hay familias que echan a sus hijos de casa a los quince años de edad y otras que toleran que consuman heroína en casa siempre y cuando les traten con respeto y sean discretos (hablo de planteamientos negociados con claridad). Hay muy diversos tipos de relaciones. Depende del hijo y de los padres, de mil factores personales y circunstanciales, del tipo y tiempo de consumo, de cómo se vive y se significa todo esto. La clave no es que el terapeuta se convierta en lo que llamo “un dispensador de soluciones oportunas”. Esto dependiza a los padres de él. Sino en que cada allegado descubra dónde está su necesidad, su frustración, dónde está su límite personal, hasta dónde quiere llegar, que sea realista. Hay “soluciones” que vienen demasiado grandes y luego no se llevan a cabo o se trampean. El hijo hace promesas que no puede llevar a cabo, del mismo modo que los padres presentan amenazas que luego no pueden cumplir por dolorosas y se lo presentan al hijo como una prórroga más que hacen el favor de concederle. Es fácil para el profesional repetir mil veces lo que debe o no hacerse. Igual que para los padres sermonearlo. Igual que para el drogodependiente prometerlo. La dificultad es sensibilizarse con las propias necesidades. El problema de los padres, sin duda tiene que ver con el hijo, pero ya es su propio problema. El adicto fantasea que el tratamiento será estar mejor cada día (a no ser que haya hecho ya varios intentos y sea más realista), pero el enganche a estar bien sin pasar por la frustración es parte de su problemática. No tolera estar mal, la carencia, el dolor, el miedo, la inseguridad. Lo peor es cuando ha de atravesar los momentos de crisis en el tratamiento, las etapas duras donde hasta se siente con más problemas que cuando entró por el hecho de que es más consciente de ello. Los padres también esperan algo parecido. Y la evitación implícita asimismo tiene mucho que ver con la del hijo. Sólo cuando empiezan a implicarse descubren el pánico que tienen al sufrimiento del hijo, lo difícil que se torna pensar que pueda pasar hambre o frío o delinquir si le echan de casa, por ejemplo. O la profunda pena que sienten cuando son testigos de su dolor. O lo mucho que les ha decepcionado que no hayan llegado a ser lo que ellos esperaban. O la rabia que les provocan algunos de sus comportamientos. Los miedos se despiertan y amenaza la culpabilidad de “si le pasara algo...” Y entonces se prefiere hablar, sermonear de nuevo, pero no implicarse en lo que como padres quieren que sea su vida. Resulta más duro poner encima de la mesa “lo que yo quiero y lo que no voy a tolerar”, o que “te apoyaré si te pones en tratamiento pero no si no lo haces”, que repetir hasta la saciedad todo lo que el hijo hace mal y lo que debería hacer. Cualquier cambio en el sistema de relaciones generará una crisis, y esto resulta muy duro para todos. Tampoco el terapeuta sabe lo que puede acontecer, y no está mal que lo deje claro. Hoy mismo nos decía una madre en un grupo de apoyo: “No es sólo por lo que tienen que pasar ellos, es por lo que tenemos que pasar nosotros”. Otra apuntaba mientras su marido asentía: “Cuando le echamos de casa mi marido y yo nos abrazamos llorando, y no veas lo que es eso”. Dependencia como ausencia de ser y de amar Hemos visto que dependencia y falta de desarrollo personal son las dos caras de la misma moneda. La dependencia a drogas o al objeto que fuere, siempre encierra una considerable falta de auto-apoyo. Esto no es patrimonio de los drogodependientes, por supuesto. Se da en diversa escala en cualquier ser humano, ya que el crecimiento como persona es algo siempre abierto que, por ende, entraña carencias y necesidades. Pero una cosa es interactuar con el ambiente, con el exterior, algo imprescindible, y otra bien distinta es crear una adicción compulsiva. El amor bien puede ser la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Pero es difícil empeñarse en amar. Lo mejor es trabajar en el camino de la consciencia. Quien se afana conociéndose a sí mismo y al otro, aumenta su capacidad de amar, que es el único camino hacia la sanación. La clave para la in-dependencia es el auto-conocimiento. No es no necesitar del exterior, algo imposible, sino no colgarse. Es desarrollar el auto-apoyo. Acompañar en este proceso de auto-apoyo es alentar al paciente a que se conozca, a que descubra sus necesidades, a que asuma sus elecciones, a que el dolor o el miedo no le paralice. A que descubra lo válido y capaz que puede ser y que ya es. Los profesionales no pueden anclarse en el rígido camino de los recetarios, porque es algo que, escondido tras el rol de profesionalidad, entraña tantos puntos de vista como personas o posiciones ideológicas de éstos. No podemos obviar que ante los mismos asuntos se dicen cosas de lo más diverso o se incide como importantes en temas muy diferentes. Creo que falta una perspectiva más amplia de la existencia y los procesos humanos. Se olvidan algunas de las grandes verdades de todos los tiempos y culturas en la estrechez del pragmatismo. Pero creo que no hay nada más práctico que invitar a ser sin la compulsión a las soluciones, sabiendo escuchar, esperar, estar presente y dando libertad y responsabilidad. Sospecho acerca del poco caso que nos hacen nuestros pacientes en nuestras pautas de acción. ¿Qué es lo que en verdad les está ayudando de nosotros?

 

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