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el 1 noviembre 2022

Voy en el tren.

No sé cuántas veces habré subido en un tren a lo largo de mi vida.

Pero esta es la primera vez que voy sentada en dirección contraria a la del trayecto.

Mi primera impresión al entrar en el vagón y localizar mi asiento es de torcer el gesto. No me hace ninguna gracia ir de espaldas.

Elegí yo misma el lugar en el que quería ir sentada, fijándome en estar de frente. Evidentemente, me columpié.

Una vez se pone en marcha el tren, miro afuera y resoplo. Pienso que son casi 2 horas de viaje y que ya veremos qué tal lo llevo, tengo tendencia a marearme cuando no soy yo quien conduce y aquí, por supuesto, no lo hago.

El vagón va medio vacío y contemplo la posibilidad de cambiarme de asiento para poder ir de cara, pero acabo quedándome donde estoy.

Pasada casi una hora de trayecto me doy cuenta que voy tan ricamente, que hace rato que he dejado de estar pendiente de si voy de frente o de espaldas .

Ahí es cuando soy consciente de la paradoja de la necesidad de control: cuanto más nos forzamos en querer tenerlo, curiosamente más nos agobiamos y saturamos y cuando dejamos de poner toda la atención en ello, conseguimos vivir con algo más de tranquilidad.

La vida, ni más ni menos.

 

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