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el 20 noviembre 2016

¿Me equivocaré o no al elegir este trabajo? ¿Y al iniciar esta relación de pareja? ¿Y al coger este tren o al bajarme de este otro? ¿Y al cambiarme de ciudad? ¿Y al decir esto que hace tiempo que quiero decir? ¿Y al callármelo? ¿Me equivocaré al decir sí, o no, o no sé? ¿Y al invertir este dinero en esto? ¿Quién nos lo puede decir antes de tomar una decisión importante? ¿Quién puede saber a ciencia cierta, si quiera, si me equivoqué o no después?

Sin entrar en cuestiones donde hay una Omnipotente Voluntad ajena que decide mi destino para mi bien, sea Dios o la Vida o lo que fuere, creo que, sencillamente, la pregunta está mal planteada. Dedicamos demasiada energía a comparar la realidad con el Ideal en vez de observar la realidad. Queremos que el ideal se haga realidad, casi por arte de magia, en vez de escudriñar la realidad lo más posible, en vez de tomar nota de lo que tenemos delante aquí y ahora. No siempre podemos saber todo lo que hay, todo lo que está ocurriendo, y tampoco podemos saber lo que pasará al cien por cien, pero quizás sí podríamos preverlo en un porcentaje significativo. ¿Me equivocaré poniendo un bar? Veamos qué supone poner un bar, pensemos en si es lo que quiero, en el tipo de trabajo, en los ingresos y los gastos, en los imprevistos previsibles, en el tipo de vida que me supondrá, en cómo sería, en dónde estaría. Parémonos a darnos cuenta, hablemos con otras personas que se dedican a esto, con los felices y los frustrados de la hostelería, con los esforzados, intentemos escuchar, observar, tomar nota, aprender. Démonos el tiempo suficiente para empaparnos de realidades, trabajemos tal vez en ello por cuenta ajena. Pongamos toda la paciencia posible para ser conscientes de lo que me supone un negocio así. No nos disparemos para conseguir ver tan sólo lo que queremos ver. ¿Me equivocaré comprometiéndome en esta relación de pareja? ¿Será la persona de mis sueños? ¿No lo será y me decepcionaré? Observemos cómo es, lo que sentimos con él o ella, tomemos conciencia de lo que más me atrae, de lo que menos. Observemos la realidad, no el sueño, no la idealización. Observemos lo que sentimos, no lo que queremos sentir o deberíamos sentir. Fijémonos en los detalles, en sus virtudes y sus dificultades, en sus momentos más brillantes y más oscuros, es sus gracias y sus crueldades, démonos la mayor cuenta posible de cómo es, tomemos nota para saber que amar a esa persona es amar todo eso (aparte de la “química” inicial que nos viene dada). ¿Queremos? ¿No queremos? ¿Necesitamos un poco más de tiempo? Seamos lo más conscientes posibles de la realidad, de “lo que hay”, y decidamos si en la balanza damos un paso adelante o no. Y no es una balanza sólo racional, sino también emocional en buena medida. La decisión es un acto sensible de conciencia íntima interior y de conciencia detallada exterior. La decisión requiere el mayor contacto posible con nosotros mismos y con el mundo exterior. Decidamos, y contemos con lo observado en la mayor medida posible, aunque en la vida todo cambia y nosotros también, pero no tanto. Decidamos asumiendo la realidad y las consecuencias de lo que hemos visto y sentido. Asumamos esas consecuencias sin culparnos ni culpar. Hagámonos responsables de una realidad observada lo mejor posible. Y sí, sé que esto no es fácil cuando nuestra mente está tan llena de idealizaciones y tópicos, de puntos ciegos de conciencia a raíz de nuestra historia personal, de tanta evitación de la realidad como nos propone la cultura occidental actual. Pero no tiremos tampoco todo por tierra.

Si nos hemos parado (muchas veces) a intentar ser conscientes de lo que hay, quizás a estas alturas ya nada sea un sueño. Quizás a estas alturas convengamos en que la realidad es lo que más puede hacerse realidad. Y quizás también a estas alturas no quepa la posibilidad de equivocarnos, sino la de escuchar y escucharnos, la de arriesgar y decidir. Si asumimos las consecuencias de nuestros actos, quizás sólo quepa la posibilidad de estar viviendo.  

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