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el 12 mayo 2015

Junto al aquí-ahora (el presente, lo presente y los actos) y al darse cuenta (la toma de conciencia de lo experiencial), Claudio Naranjo subraya un tercer principio básico donde se asienta la terapia Gestalt: la responsabilidad. Aunque Fritz Perls amplió este concepto en cuanto a la capacidad de dar respuesta a algo –para ello quizás mejor responsibidad-, no por ello dejó de poner el acento en su literal sentido de responder o hacerse cargo de algo: ante todo de uno mismo.

Es inseparable la responsabilidad de la toma de conciencia (o darse cuenta). Somos responsables en la medida que somos conscientes. El saber responsabiliza. En términos legales y morales, la enajenación mental se considera una falta de juicio o cordura que exime de responsabilidad. Así pues, la conciencia genera responsabilidad y la asunción de la responsabilidad aumenta la conciencia.

En psicoterapia no importa por dónde se empiece. Perls despreciaba especialmente la posición victimista desde la cual no se asume la responsabilidad de la propia vida y las propias decisiones: "En el fondo, estamos donde queremos estar, estamos haciendo lo que queremos hacer, aun cuando equivalga a una tragedia aparente".

La victimización esconde una acusación implícita (o explícita), una culpa, y sabemos que la culpa es diferente a la responsabilidad. La culpa entraña un juicio sobre una acción u omisión que ha causado un daño. La responsabilidad no requiere ni juicio ni daño. Asumir que mis sentimientos son míos, sin culpa alguna, o que mis pensamientos son míos, supone la antesala de la recuperación del poder personal, de tomar las riendas de mi propia vida. No es fácil aceptar las privadas mentiras, manipulaciones, trampas o inhibiciones sin la tentación de culpar al mundo. Responsabilidad es reconocer que yo he tenido mucho que ver en mis relaciones, mis trabajos, mis fracasos, mis éxitos y en la historia de mi vida. Y responsabilidad, en su justa medida, es dar también al mundo su parte de protagonismo. La culpa podría considerarse también como un desequilibrio en el reparto de responsabilidades. Asumir la responsabilidad por exceso o por defecto supondría culpa y, en ese sentido, la cara oculta de lo que los psicoanalistas llaman narcisismo. Ser responsable o ser culpable tienen algo muy poderoso en común: la cualidad de ser causa, es decir, de ser fundamento u origen de algo, características atribuidas desde tiempos ancestrales a dios, al creador. De hecho, el narcisismo escondido es una especie de estado “endiosado” infantil y simbiótico que aún no ha asumido la existencia del mundo y, por ende, la consecuencia de que seamos sólo una pequeña parte de ese mundo, un punto de vista entre millones de puntos de vista. Y, aunque hayamos madurado, parte de ese narcisismo infantil siempre habitará entre nosotros como una memoria de omnipotencia (fantaseada, claro). Desde que un niño de ocho meses empieza a disfrutar del placer de sentirse causa tras las primeras acciones rudimentarias que buscan una consecuencia y que irán estableciendo los cimientos de la inteligencia, como por ejemplo empujar algo y observar cómo se mueve, la lucha por el control del exterior se establece en la mente como un mecanismo necesario de supervivencia que puede derivar en una búsqueda caprichosa o desesperada de poder. Cuando unos padres se reúnen con su hijo pequeño para comunicarle su próxima separación, no es raro que éste les pida afligido que no lo hagan para después prometer que será bueno, que se portará bien. Tras esa culpa angustiosa, algo que a primera vista no tendría sentido, se esconde una desesperada necesidad de control de unos acontecimientos que le desbordan y ante los que se siente imposibilitado para cambiarlos. Si por lo menos la culpa es suya, suya es la responsabilidad y suya la solución. Ésta es la trampa narcisista que encierra tal sentimiento. Sería el mismo mecanismo que albergan las ideas supersticiosas. Si ante el conocimiento de una amarga noticia (o un maravilloso suceso) sobre los que no se experimenta control alguno, se repara en que ese día se volcó un salero en la mesa, la mente desesperada establece una relación sin sentido. La mente necesita gobernar su mundo, evitar el dolor, procurarse placer, y si atribuye una causa a los acontecimientos más decisivos, siente que está en sus manos prevenirlos o alcanzarlos. Así se busca la suerte ante lo ansiado y sortear lo temido, dos sentidos de una única palabra. De ese modo, si la sal no se vuelca, la desgracia pasará de largo; y besando un boleto de lotería o llevando un amuleto, las alegrías estarán más cerca. Aunque esto es característico de los trastornos obsesivo-compulsivos (idea temida y ritual mágico para contrarrestarla), nos sorprendería detenernos a observar la cantidad de supersticiones, fetiches y tabúes con los que convivimos cotidianamente, siempre acentuados a medida que crece el deseo o el temor.

Volviendo a la conciencia como amplificadora de responsabilidad, en psicoanálisis se habla de un no querer saber propio de los conflictos psíquicos. En este sentido, el concepto de mecanismos de defensa obliga a hacerse una pregunta: defenderse, ¿de qué? De alguna forma de saber, de darse cuenta. Y, ¿por qué alguien habría de defenderse de eso? Porque ya sabe o sospecha algo que preferiría no saber o sospechar (por alguna determinada angustia que genera saberlo plenamente).

La curación es un proceso, al fin y al cabo, de aceptación de la responsabilidad en su justa medida, sin proclamarnos excesivamente víctimas o culpables de nuestra existencia, protagonistas actores o anónimos receptores de lo que nos ocurra. La responsabilidad en su justa medida supone, independientemente de los distintos lenguajes psicológicos, aceptar la frustración (pérdida de la omnipotencia) y, en suma, responder de mí y de mi realidad, la más bonita y la más fea, la más valiente y la más cobarde, sin distorsión o con la menor posible.  

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