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el 23 junio 2022

Recuerdo ir hace unos años en un bus a Albacete. A mitad de viaje me percato de que un chico joven sentado a mi lado me mira, dudoso. Finalmente se atreve a hablarme:

- Excuse me… [Disculpa…]. Resulta que lleva un rato perdido en el trayecto y pregunta por Almansa.

- ¡Acabamos de pasar la estación de Almansa!

Me dice que no se ha enterado bien porque solo lo anuncian en español -su razón tiene, claro, pero en “El Nueva York de La Mancha” (Albacete) somos casi todos de Nueva York-. Se lo explico entonces al conductor; él se altera:

- ¿Y qué quiere que haga?

El chico pregunta si Almansa queda lejos.

- ¡Esto es Almansa! -responde aún más agitado el autobusero, que ya está en la carretera-.

- This is Almansa! –se animan otros pasajeros con el inglés-.

Entonces el conductor para y le deja bajar en un ceda el paso en la carretera. Por desgracia, la maleta resulta estar en el lado que da a los coches. Yo estoy de traductora:

- Dice que no te puede abrir esa puerta porque si le ve la Guardia Civil…

Pero al final se la abre.

- FAST!!! [¡Rápido!]

La escena termina con el conductor despotricando durante un largo rato del joven. “Hay que ver el empanamiento”, “Que le baje aquí, en mitad de la carretera…”, “Qué forma de hacer perder el tiempo a la gente”, y un largo etcétera.

Me di cuenta entonces de que la rumiación del conductor viene por no poder hacerse responsable de su propia decisión. En realidad podría haberle dicho que se tenía que esperar hasta Albacete. Prefiere culpar al chico de toda la situación antes que asumir que ha decidido bajar a un joven, ignorando “el manual del buen conductor de autobús”, por compasión.

Y así nos sucede en la vida. A veces sufrimos por no hacernos cargo de lo que queremos y lo que no queremos hacer; o por no querer hacernos cargo de las  consecuencias que aquello conlleva (sentir culpa, que alguien se moleste, perder una oportunidad…).

Como cuando limpiamos el desorden de un compañero de piso (¡lo que me ha hecho fregar!) o cedemos a una demanda excesiva de unos padres o una pareja (¡lo que me han obligado a hacer!).

La terapia nos ayuda a asumir nuestro grado de libertad y así poder estar menos en lucha con nosotros mismos y con el mundo.

Como leí una vez de una compañera psicóloga: “no es tanto cuál sea la opción escogida, como que la opción escogida sea la propia”.

 

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