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el 21 septiembre 2015

 

“Estoy en casa. Dentro de un momento tengo que salir y solo de pensarlo ya empiezo a notar cómo mi corazón se acelera. Casi mejor cojo el coche por si acaso me encuentro mal y así me puedo marchar cuando yo quiera, me invento cualquier excusa y me largo. No sé si habrá mucha gente, si hará mucho calor, si estará lejos del aparcamiento ni cuánto rato vamos a estar allí. Uf… ya me estoy agobiando. Mis amigos no acaban de entender lo que me pasa, me dicen que me no pasa nada y que me tranquilice, pero solamente lo consigo cuando me marcho de allí, cuando consigo escapar. Allá voy. Ya estoy en la calle, voy andando hacia mi coche y ya noto que las palpitaciones van a más, empiezo a sudar y a marearme, me voy a caer, qué mal me encuentro, voy a dar media vuelta y me vuelvo a mi casa, no soy capaz de irme en este estado de ansiedad.

Voy llegando a mi portal, cada vez camino más rápido para llegar cuanto antes, abro la puerta, me siento en el sofá, me sigo encontrando mal… pero ya estoy en mi refugio”. Este podría ser el relato de una persona con agorafobia: un trastorno de ansiedad que se traduce en un miedo intenso a aquellas situaciones de las que es difícil escapar y que se manifiesta con síntomas físicos (los mismos que tendríamos cuando corremos o cuando nos asustamos, por ejemplo, al cruzar la calle y ver de repente ese coche que no habíamos visto venir, es decir, cuando nuestro cuerpo se acelera y tensa), síntomas cognitivos (lo que yo pienso que me va a suceder, anticipación negativa) y lo que hago (escapar de las situaciones).

Es un miedo al miedo: miedo a tener ansiedad. Cuando aparece cualquier sensación corporal se identifica con el inicio de la ansiedad, tanto si es así, como si no lo es. Por ejemplo, se puede empezar a sentir calor y sudar porque realmente es un lugar algo más caluroso, pero la persona con agorafobia cree que está empezando a tener una crisis. O notar cómo late rápido su corazón y temer que se desencadenen el resto de síntomas. Está “escuchándose” continuamente, demasiado pendiente de aquellas sensaciones que tanto teme.

El sistema de alerta y atención está disparado. Es como un radar que detecta cualquier pequeña sensación corporal que la persona con agorafobia asocia con la ansiedad y, con ello, el miedo se dispara y provoca los temidos síntomas. Es un bucle en el que también empiezan a aparecer los pensamientos de miedo a que algo le ocurra, a que nadie pueda ayudarle si empieza a encontrarse cada vez peor o incluso a creer que está perdiendo la cordura. Hay un miedo común y básico en la agorafobia: el miedo a perder el control. Esto hace que la persona se encuentre algo más tranquila en aquellos lugares y/o situaciones que “controla”, buscando sus propias estrategias que le permitan no dispararse y, sobre todo, poder escapar. Buscar las puertas de salida en cuanto llega a algún lugar, sentarse cerca de ellas, llevar una botellita de agua para cuando le entre calor, etc., son algunos ejemplos de las comprobaciones que realiza una persona agorafóbica. Así pues, se reducen los lugares a los que la persona se atreve a ir. Hay una limitación al considerarlos peligrosos, dando por sentado que allí se va a disparar e incluso que pueda tener un ataque de ansiedad. Aparece la evitación. Habrá sitios donde la persona se sienta segura (habitualmente lugares más frecuentados) y habrá sitios donde no se sienta capaz de ir. Aprendemos a tener miedo. Incluso, en algunas ocasiones, sin apenas darnos cuenta, sin ser conscientes de ello.

Asociamos casi de forma automática determinados lugares con miedo porque en algún momento lo vivimos como tal y, posteriormente, lo vamos generalizando a otras situaciones similares o con algún nexo que nosotros mismos hemos establecido. En las personas con agorafobia, esta asociación suele ser más rápida y fuerte, generando estados de miedo intenso que pueden aparecer no solo en esas situaciones, sino también al pensar que ha de pasar por ellas. Cuando el miedo nos ahoga y nos limita y carecemos de recursos personales para hacerle frente, es oportuno acudir a un psicólogo que nos oriente y acompañe en el proceso de entender qué nos ocurre, de dónde sale ese miedo y, cómo no, poder hacerle frente.  

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